Una de mis grandes deudas en este breve periplo como modesto reseñador de cine era dedicarle un texto al gran Hal Hartley; un autor vital en el denominado cine independiente americano en la década de los noventa que, por desgracia, perdió parte de su peculiar encanto con la llegada del nuevo milenio con una etapa bastante descafeinada para un autor de su calado, aunque lo hiciese sin traicionar su personal estilo. Hartley nació y se crió en Lindenhurst (Long Island), un suburbio de clase trabajadora cerca de Nueva York, y ese detalle se percibe en la idiosincrasia de la mayoría de sus incursiones cinematográficas, desde su debut en 1989 con La increíble verdad. Entre sus doce largometrajes (a la espera de estrenar Ned Rifle) e innumerables cortometrajes (nada menos que diecisiete) destacan la cinta que nos ocupa y Henry Fool (dirigida en 1997), una irrepetible obra que gira en torno a un tímido y ensimismado basurero quien saca a relucir su oculta poesía con la aparición de un ex-presidiario literato. Una obra que supuso su incursión más profunda, divertida y extravagante, y obtuvo mucha más repercusión mediática de lo habitual en su cine. Trust, su segundo trabajo (rodado en 1990), alcanza también unas cotas muy altas, y resulta más representativo de su estilo en la década de los noventa, donde también brillaron su citado debut, la breve Surviving Desire, Simple men y Amateur.
La cinta arranca presentando una adolescente que, mientras se pinta los labios de un color chillón, exige (de malas maneras) cinco dólares a su padre. Sus progenitores se encaran con ella cuando les informa que ha dejado el instituto y su única aspiración es casarse con su novio, quien la ha dejado embarazada, aunque (como veremos con posterioridad) éste solo parece preocupado por ser alguien en el fútbol americano. Tras un forcejeo aparentemente inofensivo entre padre e hija, el primero cae fulminado de un ataque al corazón al poco tiempo de que su hija abandone el hogar muy cabreada. Después de una conversación con el padre de su futuro hijo, percibe que su relación no tiene ningún futuro, y tras emborracharse para ahogar sus penas en un edificio abandonado, la joven se topa con un talentoso técnico en electrónica que mantiene una relación muy oscura con su inquisitivo padre, y transita por la vida de un modo escéptico, desilusionado y agresivo, pero dará cobijo a la joven despechada durante una noche, aprovechando la ausencia de su progenitor. Entre los dos náufragos protagonistas, a pesar de, inicialmente, aparentar ser como la noche y el día, existen grandes similitudes con su vida familiar, y nace un fuerte y extraño vínculo que no generará las simpatías del núcleo familiar de ambos.
El repertorio de Trust es de lo más variopinto e irreverente: intentos fallidos de violación por parte de tenderos, doctoras abortistas que sirven whisky a las pacientes para que se relajen, locas peligrosas en paradas de bus (ansiosas por quemar su propio hogar), bebés robados, y competiciones alcohólicas para elegir decisiones vitales en la vida. Pequeños detalles que a priori parecen insignificantes, pero que están conectados de un modo sutil con los acontecimientos principales. Los personajes secundarios cuentan con mucha trascendencia en la narración (la mayoría va a la suya y hace caso omiso a lo que comenta su interlocutor). Destaca sobremanera la relación belicosa entre el personaje de Donovan con su padre abusivo, que vive obsesionado con la limpieza del lavabo; y la del personaje de Shelly con su madre, quien culpa a su hija de la muerte de su esposo y va loca porque el nuevo huésped elija a su otra hija (interpretada por una irreconocible Edie Falco, la esposa del ilustre protagonista en Los soprano, quien también participó en el debut del director americano).
Hartley incide, mediante una alegoría tragicómica y suburbana, en la supervivencia de sus antihéroes en un mundo hostil dominado por la violencia y la oscuridad del ser humano, pero no descarta la presentación de la bondad de éste (e incluso de los milagros) para hablarnos sobre el crecimiento personal y la evolución de unos seres angustiados por su situación. El autor estadounidense se ha caracterizado durante su larga trayectoria por un sello distintivo que expone lo absurdo del comportamiento humano a través de personajes absortos que entran en conflicto con las normas sociales y buscan la complicada tarea de otorgar sentido a sus dolorosas vidas en el marco de familias desestructuradas en una crisis institucional galopante. Sin embargo, la narración está dotada de un romanticismo mágico que, por fortuna, huye del sentimentalismo facilón que suele acompañar a las historias amorosas más convencionales. Esa relación, aparentemente improbable, sin embargo, resulta fascinante por la cercanía y la magia con la que es expuesta.
Varias de las obsesiones de su primera etapa están presentes en su segunda película, que no deja de ser una pequeña variante con mayores medios sobre la anterior La increíble verdad. La incomodidad ante el inicio de la era tecnológica. La individualidad del ser humano ante la globalización de la apatía. La estupidez y la mediocridad que asola a nuestra sociedad y castiga a quienes se desvinculan del patrón establecido. La presencia de un personaje con pasado en instituciones penitenciarias y una habilidad innata para desarrollar una actividad que, no obstante, no le satisface en absoluto. Y la literatura y la palabra como nuevo e inesperado vínculo de unión entre sus atormentados seres, que se guían por el azar y tratan de combatir la alienación y la ignorancia de la sociedad como buenamente pueden, a través de la amistad.
Como suele ser habitual, Hartley se sustenta básicamente en la excéntrica galería de personajes aislados, fuera de lugar e incomprendidos, y sus marcianos diálogos atorados de referencias literarias, mediante una ambientación que mezcla realismo con teatralidad y su innata mirada libre y desnuda, caracterizada por la proximidad en la exposición de los problemas cotidianos del ser humano. A pesar de todo, no renuncia a presentar situaciones estrambóticas y oníricas, como sucede con la presencia masiva de oficinistas ataviados con la misma gabardina que interfieren en la búsqueda del bebé secuestrado. Uno de los puntos más brillantes de la cinta (y del universo de su director) son sus ácidos e inteligentes diálogos, cargados de frialdad y cinismo a borbotones, de unos seres que, a pesar de su verborrea, salvando las distancias del tiempo y lugar, poseen un cierto aire a los autómatas de Robert Bresson, pero también remiten a los personajes de Jean-Luc Godard por el uso frecuente de la agresiva y lírica fuerza de la palabra. Los citados diálogos, pese a su irreverencia, casi siempre tienen unas intenciones belicosas contra la sociedad moderna y sus seres alienados, con el humor absurdo, extravagante y nihilista por bandera; centrándose en la neurosis de unos personajes tan inverosímiles, cercanos a la caricatura, como algunas de las situaciones expuestas.
Una de las grandes virtudes del director de Henry Fool, además de un talento irrefutable para la escritura de guiones, es su portentosa dirección de un grupo reducido de actores con los que suele repetir. Martin Donovan es el actor fetiche de Hartley; un tipo caracterizado por un rostro atractivo dominado por una amarga inexpresividad, impasible y marciana, que da mucho juego en las narraciones de su mentor al compaginar la trascendencia de los seres que suele encarnar con un incuestionable aroma cómico, sin apenas una sonrisa en su rostro (como sucedía con Buster Keaton). Donovan aparece en el rol de un tipo antisocial a quien siempre acompaña una granada de mano que su padre trajo como souvenir de la guerra de Corea. Un individuo con tal fidelidad a sus principios que se niega a arreglar televisores por ser el opio del pueblo y utiliza un sinfín de frases existencialistas cargadas de mala baba, dignas del mismísimo Samuel Beckett. Adrianne Shelly, tristemente asesinada en el año 2006, además de actriz fue escritora, directora de cine y guionista; y fue la principal musa en los inicios de Hartley en el cine. En Trust está excelsa en el rol de la tontita embarazada que intenta ocultar su miopía, y tras conocer a su salvador espiritual empieza una catarsis que le lleva a apreciar las palabras complicadas y la lectura. A partir de ese instante percibe que su soledad compartida es el único refugio libre de sufrimiento y frustración y repite con frecuencia un nuevo eslogan que deja bien a las claras sus renovadas preocupaciones: "Me avergüenzo de ser joven. Me avergüenza ser idiota”.
Formalmente destaca la austeridad de la propuesta, que casa perfectamente con la imperturbabilidad de su proceder, con un eficaz encuadre de la cámara mediante extensos planos fijos (principalmente medios y cortos) dotados de un movimiento de cámara casi imperceptible, que renuncia a maniobras abruptas durante la mayor parte del tiempo, un magnifico uso del silencio y las miradas de los personajes cuando no le están dando a la sin hueso, y una banda sonora suave a base de teclados, guitarra y percusión que perdura en la memoria y acompaña perfectamente a las imágenes y sensaciones que depara la narración; compuesta por Hartley bajo el pseudónimo de Ned Rifle (precisamente, el título elegido para su última película), utilizado en la mayoría de sus proyectos, en los que ha demostrado que su vertiente musical poco tiene que envidiar a la cinematográfica.
Dedicándole un texto a Hartley surge la inevitable comparación con el cine indie americano de los últimos años, que pese a haber deparado obras atractivas, ha terminado convirtiéndose en una etiqueta comercial muy alejada de las intenciones originales de John Cassavetes, Jim Jarmusch, Gus Van Sant, y el propio Hal Hartley, con algunas obras que bordean el folletín sensacionalista (incluidas algunas ganadoras en Sundance) u otras plagadas de clichés con un exagerado enfoque cool y una ligereza pasmosa. Nada que ver con esta original, divertida y extraña propuesta que crece en cada visionado, pero requiere de cierto tiempo para dejar que alcance su esplendor en el espectador.
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