Pen-Ek Ratanaruang es uno de los máximos exponentes de La nueva ola del cine tailandés, junto a Apichatpong Weerasethakul y Wisit Sasanatieng. El director asiático es otro de esos autores sin previa formación cinematográfica que fue aprendiendo el oficio sobre la marcha (entre su primera incursión y la segunda hay una evolución formal tan exagerada que extraña que solo les separen dos años), pero cuenta con una de las filmografías más estimulantes del panorama contemporáneo. Se inició en el medio con Fun bar karaoke, un largometraje que cuenta con un simpático guión, pero donde chirría sobremanera el uso de unos recursos cinematográficos poco depurados y una banda sonora no menos principiante y chirriante. En la divertida y sangrienta Seis nueve (6ixtynin9) siguió la senda de su debut, repitiendo algunos guiños al noir hongkonés y los primeros filmes de los hermanos Coen y Tarantino. En Monrak transistor cambió plenamente de tercio con una apasionante odisea atorada de desconcertantes guiños al musical tailandés. Después de tres incursiones en las que el argumento había sido la base de sus proyectos, decidió suavizar la presencia de éste, y de la palabra para poner énfasis en el empleo de la imagen, los sonidos y los silencios, propiciando que su universo, aunque ya había dejado algunas acotaciones con anterioridad, diera un vuelco para centrarse básicamente en la exposición de espacios fantasmagóricos, en los cuales sus alienados personajes transitan en un mundo que da la sensación de ser más próximo a los sueños que a la vida real. Un tono que no abandonaría hasta su última obra, generando desde entonces una sensación psicotrópica y relajante en el espectador, que continuó explorando brillantemente en las atmosféricas Invisible waves, Ploy y Nymph; todas con una planificación y un movimiento de cámara alucinantes. Headshot, su último trabajo en la ficción, pese a su tibia acogida en Sitges, es un prodigio estético dotado de su habitual cadencia ambiental y una premisa muy original, que recupera su interés por el noir, un género presente en la iconografía de Pen-Ek, en mayor o menor medida, desde su debut.
Last life in the universe (Vidas truncadas) se inicia presentando a Kenji, un japonés maniático que vive en Bangkok (Tailandia) y trabaja como bibliotecario. El joven está cansado de su existencia e intenta apaciguar su aburrimiento con ansias y fantasías suicidas, además de una gran afición por la lectura (vive obsesionado por un cuento para niños que expone la historia sobre la última lagartija del universo, que un día despierta y descubre su soledad absoluta). En uno de sus intentos fallidos de quitarse la vida, Kenji se topa por casualidad con Noi, una joven caótica y desordenada, adicta a la marihuana, que acaba de pasar por una experiencia traumática en su vida. Al poco tiempo, el bibliotecario presencia y participa en un affaire luctuoso entre su hermano mafioso y otro miembro de una banda que le impedirá volver a su apartamento, por lo que decide acercarse con timidez al hogar de Noi. La frialdad que caracteriza a la nueva relación les impide expresar explícitamente sus sentimientos mutuos, pero estos dos seres solitarios tan diferentes comienzan a percibir que están conectados por un extraño vínculo. A pesar del constante desapego a la vida del suicida mental, éste no parece tener coraje para abandonar un mundo de los vivos al que, en un principio, no da la sensación de pertenecer su nueva acompañante, sin hacer tantas ostensiones sobre su indolencia.
Ratanaruang nos introduce en una delicada y contemplativa historia de traumas con aroma a fábula, sobre la locura, la cordura, la soledad y el aislamiento de unos personajes que vagan como almas en pena sin rumbo, con la indiferencia, la ansiedad y el vacío existencial por bandera; incidiendo en el dolor por la pérdida, en el caso de la chica, para exponer con acierto la visión de las personas que han abandonado las ganas de vivir por culpa de un trágico acontecimiento. La película, a pesar de contar con unos diálogos breves y sencillos, está plagada de sensaciones y deja en el ambiente interesantes percepciones sobre la conexión emocional, el destino, el sentido de la vida, la muerte, la reinvención personal, y la capacidad liberadora del amor y la amistad (aunque lo haga renunciando a las manidas dosis emocionales y dramáticas que suelen acompañar a las historias románticas al uso). El director tailandés nos deleita con una propuesta muy original que depara un lienzo sofisticado, divertido, oscuro y melancólico, haciendo gala de una dualidad enigmática y simétrica, que se atreve a mezclar un marciano drama romántico y existencialista, con la comedia absurda y estrafalaria a través de su habitual tono espectral y absorbente.
Last Life in the Universe (cuyo precioso título en inglés contrasta con su poco inspirada traducción al castellano) es un filme que resulta tan confuso como fascinante debido a las imprevisibles motivaciones que mueven a los personajes y les inducen a comportarse de manera insondable. La película experimenta con una semántica que no depende de los momentos dramáticos ni de la acción, utilizando un espacio temporal que juega a varios niveles, provocando que la confusión sea aún mayor en el primer visionado. El director tailandés recurre a multitud de elaboradas analogías, recursos visuales y resquicios narrativos muy atractivos para construir una realidad intrínseca (casi mística) que ayuda a introducirnos en el interior de sus dos protagonistas. Su principal baza es la brillante atmósfera onírica, con una galería de imágenes poderosas y envolventes, y un extraño lirismo, que mezcladas con la cotidianeidad de la vida real provocan un gran desconcierto en algunas fases porque, a diferencia de en Fun bar karaoke, Seis nueve y Ploy (tres incursiones del tailandés donde los sueños tienen una trascendencia vital en la narración), no recalca la línea que separa las dos realidades que expone. El tono distante y marciano que domina el relato, contrasta con instantes de una delicadeza y belleza fascinantes. Sin embargo, su hipnótica y pausada cadencia, tan habitual en las obras más introspectivas del cine asiático que se preocupan por la exposición del ensimismamiento de la conciencia de sus personajes, se ve alterada con simpáticos e inesperados destellos de violencia que la acercan al cine negro y ayudan a despertar al espectador del letargo propiciado por su magnético envoltorio.
Tal y como sucede en la posterior Invisible waves, el director tailandés nos sumerge en una experiencia multilingüe, en la que el dúo protagonista además de sus citados problemas psicológicos tiene enorme dificultad para comunicarse mutuamente por las barreras idiomáticas (convergen el japonés, el tailandés y el inglés, ya que la única forma en la que los dos protagonistas pueden relacionarse verbalmente es mediante la lengua de Shakespeare, de la que no es que sean, precisamente, unos virtuosos). Los momentos más divertidos llegan a través de las innumerables fantasías suicidas del personaje de Asano que pueblan una cinta que se inicia con una escena onírica con éste ahorcado con una nota de suicidio que comenta “Esto es la felicidad”, que deja bien a las claras cuál es su estatus psicológico actual, y mediante la pugna cultural que se establece entre dos personajes melancólicos con unas personalidades diametralmente opuestas: un japonés (natural de Osaka que vive en Bangkok), introvertido, desconectado de la realidad y maniático del orden (tiene el armario repleto de una ropa tan enfermizamente organizada como las ingentes cantidades de libros que mantiene apilados por toda la vivienda, y pone etiquetas a los zapatos para saber cuáles elegirá durante cada día de la semana), con una tailandesa deprimida, mucho más directa y sincera que el bibliotecario, que tiene su hogar patas arriba y planea irse a vivir, por motivos laborales a la ciudad japonesa natural de su nuevo acompañante, aunque no tiene ni idea de japonés.
Tadanobu Asano es uno de los grandes nombres del cine asiático en el plano interpretativo. El carismático actor nipón ha participado en buena parte de las mejores obras de los últimos años en el país del sol naciente (Señor, señor, ¿Por qué me has abandonado?, Bright future, Ichi ther killer, Sad vacation, y Café Lumière) bordando la personalización del vacío existencial con personajes silenciosos inmersos en la más absoluta de las depresiones y con poco apego a la vida; a quienes suele impregnar de una simpatía irrefutable a pesar de su marcianismo. Por ese motivo resulta más dolorosa su presencia en productos de consumo rápido en sus escasas aventuras norteamericanas. El personaje de Noi, interpretado con solvencia y naturalidad por la encantadora y bella Sinitta Boonyasak, es un auténtico icono para todos los perezosos y desordenados del planeta, entre quienes me encuentro con orgullo, gracias a su irreverente desorden en la cocina que se extiende por toda la vivienda (hay platos desperdigados hasta en el sofá), que exponen con locuacidad ese desapego hacia la vida de la joven tailandesa tras el trauma familiar por el que pasa al principio del relato. Las escenas entre los dos personajes principales están repletas de magia y producen una gran empatía al ser expuestas incidiendo en sus cambiantes estados de ánimo mediante los silencios y pequeños gestos que apuntan ligeramente hacia los sentimientos recíprocos de ambos a través de retratos psicológicos minuciosos, que ayudan a explorar paulatinamente el desarrollo de la misteriosa personalidad de unos seres, aparentemente, incapaces de relacionarse con otras personas.
La película, pese a ser tailandesa, tiene un evidente aroma del cine japonés contemporáneo. El enfoque ambiental que Pen-Ek inauguró en su universo con esta película remite al Kiyoshi Kurosawa de Bright future y al Shinji Aoyama de Eureka, aunque lo haga con menos severidad en el tono que el dúo japonés. También hay guiños a la violencia de Takashi Miike, quien precisamente tiene un pequeño y divertido papel en la cinta en el rol de un mafioso peligroso (y recibe otro homenaje con la presencia de un cartel colgado en la biblioteca con el propio Tadanobu Asano en Ichi the Killer), e incluso a la etapa francesa de Luis Buñuel (con quien comparte desde su primera película la fascinación por los sueños absurdos). También hay alguna conexión con el tratamiento del vacío existencial de Tsai Ming-liang y su compatriota Hou Hsiao-Hsien, aunque el director tailandés, a diferencia del dúo taiwanés, se preocupa con el personaje de la chica por las causas que han llevado a esa situación desesperada (el trauma por el cual pasa el bibliotecario actúa de un modo catártico y, unido a la nueva relación, parece abrirle ligeramente).
Como suele ser habitual en el director de Seis nueve a partir de esta cinta, su estilo se distingue por un excelente uso de la música ambiental, relajante y melancólica, que unido a la exposición del sonido, que se entrecorta con frecuencia, ayuda a generar la citada sensación de estar en el limbo. La música y el sonido están ensamblados de un modo mágico con las imágenes captadas por el gran Christopher Doyle, el director de fotografía habitual de Wong kar-Wai, que vuelve a presumir de su habitual y talentoso empleo de la luz, aunque en esta ocasión sus colores están mucho menos saturados que de costumbre. En la casa de kenji el blanco se apodera de la pantalla, mientras que en la de la chica, el principal escenario de los acontecimientos, está iluminada de un modo muy suave. En los exteriores el cielo es grisáceo, y recurre a la presentación de la naturaleza, el mar, y lugares paradisiacos gobernados por las palmeras en los trayectos de la pareja en vehículo para vincularlos con su psicología.
El cuarto largometraje de Ratanaruang supuso la incursión más estilizada de sus inicios gracias a un excelente sentido del encuadre que propone una exploración geométrica de los espacios que no había explotado con tanta brillantez hasta la cinta que nos ocupa, siempre con la cámara al amparo de planos largos y medios, ubicada en el lugar más sugestivo, gracias a la concisa disposición con la que están ensamblados todos y cada uno de los elementos que aparecen en pantalla, en la que los pequeños detalles (en los interiores se detiene relajadamente en elementos aparentemente secundarios, como una cortina rasgada que se mueve ligeramente por el viento) siempre son mostrados de un modo sugerente y ambiguo. Mención especial en ese aspecto para la onírica escena en la que Noi, tras ponerse hasta arriba de marihuana, retoza placenteramente, como si fuese una mariposa revoloteando, entre todos los desechos y los objetos que hay desperdigados y flotando por toda la casa de un modo ralentizado. Tampoco tiene desperdicio su ambiguo y chocante epílogo que reconfigura la narración y casa a la perfección con la singularidad de una experiencia que cala profundamente y crece con cada visionado, a pesar de su voluntaria y axiomática ligereza en el tono. Mi Ratanaruang favorito.
Excelente análisis, felicidades!
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