Jan Svankmajer es un influyente artista multidisciplinar (escultor, marionetista, coleccionista de rarezas y escritor) vinculado al movimiento surrealista checo desde sus inicios y conocido internacionalmente por sus filmes, en los cuales suele combinar animación e imagen real al amparo del Stop-motion, una técnica que consiste en simular el movimiento de objetos estáticos a través de una secuencia de imágenes fijas manipulando un objeto plano a plano. El director checo lleva en el mundo del cine desde 1964 (aunque no dirigió un largometraje hasta 1988) con una imaginación desbordante, utilizando como personajes (especialmente en sus innumerables cortometrajes y en sus dos primeros largometrajes) a marionetas, figuras de barro y plastilina, muñecos, esqueletos de animales, filetes de carne, tubérculos, prendas de vestir y todo tipo de objetos caseros; al servicio de potentes experimentos visuales plagados de simbolismos sobre el aislamiento, la manipulación y la burocracia, recreándose en el deseo sexual, los sueños, los desmembramientos, la descomposición alimenticia, la muerte, y gran variedad de simpáticas y macabras aberraciones que le otorgan una personalidad única a pesar de lo rudimentario que pueda parecer esta técnica comparada con el realismo de las nuevas tecnologías. Su siniestro y rebuscado estilo (que ha influido notoriamente, entre otros, a los hermanos Quay, a Terry Gillian en los dibujos de los Monty Python y a Tim Burton en sus inicios) deja bien a las claras que tuvo que lidiar con imaginación contra la censura de su país durante un largo periodo de tiempo.
Entre sus más de treinta cortometrajes, aunque casi ninguno tiene desperdicio, destacan Comida, Dimensiones del diálogo (Posibilidades de diálogo) y Oscuridad, luz, oscuridad, tres trabajos inspiradísimos en los que demuestra todo su talento con el Stop-motion y su alocado sentido del humor jugando con las formas del barro, de la plastilina y la trasformación humana. En sus seis largometrajes (de los que me voy a extender un poco, ya que por algo le he dedicado un ciclo intensivo) se ha caracterizado por adaptar la literatura y los cuentos populares a su personal mirada. En los dos primeros (Alice y Faust) dotó de un cariz muy siniestro, con su habitual imaginería sórdida, a las populares obras de Lewis Carroll y Goethe. Posteriormente realizó Los conspiradores del placer, otorgando más trascendencia a la presencia humana, que seguiría explorando en la tronchante Otesánek (El pequeño Otik) con una historia inspirada en un cuento popular de la Europa del Este sobre un matrimonio que no puede tener hijos y adopta un bebé leño, y en Lunacy (Sílení), una provocadora propuesta que funde el universo de Edgar Allan Poe y el del Marqués de Sade para deparar atractivas consideraciones sobre los conceptos de cordura, locura, vicio y virtud. En Sobrevivir a la vida realizó su largometraje con mayor presencia de la animación en otra meritoria incursión que se interesa por los sueños y el psicoanálisis sin abandonar la mayoría de sus obsesiones (el sexo, la muerte y las cabezas de gallináceos).
Los conspiradores del placer (Spiklenci slasti) se abre con cuadros, aparentemente reales, en los que aparecen gente fornicando, y decadentes y simpáticas imágenes de masturbación y zoofilia que parecen ser conectadas con la exposición del cacao mental de los seis personajes principales de la película (tres hombres y tres mujeres) que desarrollan de un modo obsesivo minuciosos e irreverentes fetiches para llevar a cabo sus alocadas fantasías sexuales, y se ven inmersos en una especie de cadena humana de placer solitario: una cartera del servicio postal hace pequeñas bolas con la masa del pan que ingiere de un modo irreverente por la nariz y las orejas a través de un tubo antes de irse a dormir, para luego expulsarlas al despertar. El pan sirve para alimentar a unos peces grandes de una presentadora de noticias de la televisión que tiene su propia liturgia placentera con los citados animales acuáticos. Su marido roba todo tipo de accesorios para elaborar unos inusitados artefactos con los que frota por todo su cuerpo para alcanzar el éxtasis. Un tendero de una papelería queda prendado por la citada presentadora de noticias de la televisión, y se sumerge en la construcción de un simpático robot masturbatorio con cuatro manos que acopla al televisor para simular una extensión de la periodista. Uno de sus clientes elabora apasionadamente un disfraz de gallo para desarrollar un oscuro ritual con una muñeca muy parecida a su vecina. Finalmente, la citada vecina se desfoga violentamente (a modo de Dominatrix) con otro muñeco, también sospechosamente similar a su vecino, en una especie de templo abandonado.
El autor checo, creador de minimalistas, sugerentes e inquietantes mundos en los que da gusto perderse, nos traslada a los recovecos menos convencionales de la sexualidad y la psicología humana con otra de sus habituales premisas pasadas de vuelta e improbables que, sin embargo, dejan en el ambiente importantes y extrañas connotaciones metafísicas a merced de un fascinante viaje a las profundidades de la conciencia humana. En esta ocasión depara un sinuoso puzle durante la primera mitad debido al desconcierto que provocan las laboriosas actividades de los seis personajes, donde las piezas van encajando paulatinamente en un relato dominado por impulsos pasionales, sonrisas cómplices, armarios inusitados y situaciones tan inquietantes como divertidas gracias a su habitual extravagancia. Casi todos los objetos cotidianos que aparecen en pantalla (paraguas, pan, ollas, tapaderas, velas, animales, revistas tecnológicas o pornográficas) tienen una irreverente connotación erótica en la creación de estos extraños rituales de los que no tenemos total conciencia de su magnitud hasta el impresionante climax de la segunda mitad, en el cual observamos con estupor el desquiciante resultado de sus experimentos llevados a la práctica.
El común naturalismo de sus fases más cotidianas, parece expuesto nuevamente por Svankmajer para lanzar dardos contra la sociedad y señalar lo absurda que puede llegar a ser la conducta humana en determinadas circunstancias. La ambigua lectura que subyace inicialmente puede entenderse como una manifestación de la paranoia colectiva por culpa de la pérdida de rumbo cuando el ser humano centra toda su existencia en un solo aspecto de la vida para combatir la alienación. No obstante, conforme va avanzando, la narración se destapa reafirmando la imperiosa necesidad del deseo y del placer solitario en un mundo que propicia el aislamiento, la deshumanización y la apatía (curiosamente dos de los seis personajes son marido y mujer, pero se montan sus paranoias sexuales en la intimidad, prescindiendo absolutamente de los cariños de su cónyuge). Es de agradecer que el autor europeo no dote al relato con intenciones moralizantes sobre el abuso de las perversiones. Al contrario, parece apoyarlas con vehemencia, atenuando un tema tan impopular y atrevido en el medio cinematográfico con su delirante personalidad, con un subtexto muy libertino que recalca que no hay que avergonzarse del placer onanista, ni de las fantasías y los fetiches por muy ridículos que éstos resulten, aunque estas acciones casi siempre suelan venir acompañadas de la inevitable incomodidad y culpa de quien las práctica. Las perversiones también son utilizadas para expresar el perfil esperpéntico de sus personajes con el enfoque exagerado y caricaturesco de todas sus obras, trasladándonos a un mundo en el que cuesta discernir la estrecha línea que separa a la cordura de la locura. Los excesos placenteros, curiosamente, sirven para humanizarlos con ternura y presentarlos de un modo más cercano de lo frecuente en su ideario porque hasta el más santurrón de los mortales tiene sus placeres secretos en el sexo más íntimo, el de las fantasías.
Uno de los puntos fuertes, junto a su portentosa narrativa, su imaginación y su excéntrico sentido del humor, se encuentra en la manera de exponer la sexualidad y la perversidad con total ausencia de explicitud a la hora de exhibir los órganos genitales. El director de Alice exhibe grandes dosis de lujuria sin necesidad de recrearse siquiera en los desnudos (salvo en los muñecos y en la revista calenturienta) si obviamos el trasero de un par de personajes masculinos en plena apoteosis placentera. Las depravaciones que atentan contra la moral establecida no fueron flor de un día en su imaginería. Posteriormente las trató con la misma valentía y provocación con el anciano que bebe los vientos (a modo de señor de los caramelos) por el cuerpo de la niña en Otesánek (El pequeño Otik). Tampoco tiene desperdicio el desmelene de las veladas nocturnas que se monta el Marqués en Lunacy (Sílení). Por no hablar de la secuencia de Sobrevivir a la vida en la cual un hombre con cabeza de perro se desfoga sexualmente con una elegante caniche que no le hace ascos al asunto. Aquí, además del éxtasis presente en el apoteósico climax, se hace valer de alguna simpática parábola subida de tono, como la del gallo humano que, antes de usar la revista porno para confeccionar su disfraz, desparrama un medicamento efervescente sobre la vagina en la fotografía de una modelo erótica.
A pesar del perfil de animador vanguardista del autor checo, que en esta cinta sólo utiliza con el movimiento de las bolitas de pan, del gallo gigante, y de las dos desconcertantes réplicas humanas con las que se encolerizan ambos vecinos, hay un excelente uso del lenguaje cinematográfico, con una planificación y un montaje muy laboriosos, que ayudan a construir la narrativa a partir de la unión de secuencias individuales muy poderosas conectadas entre sí con maestría, con una enorme creatividad en la elaboración de una puesta en escena misteriosa (como ya había demostrado en En el sótano, otro de sus cortometrajes destacados) y un ingenio muy cachondo a la hora de diseñar los artefactos expuestos. Todo ello con ausencia absoluta de diálogos, pero dotado de un brillante expresionismo narrativo y unos actores que se enfrentan directamente a la cámara, logrando una intimidad tan ridícula como apasionante con el espectador sin que se resienta en ningún momento su voluntaria renuncia de la palabra como vínculo para aproximar a los personajes y otorgar más sentido a los acontecimientos. Esta arriesgada elección resulta natural porque son escasos los momentos en los que éstos coinciden en pantalla, y cuando lo hacen presenta situaciones que no requieren expresiones verbales. La cámara se detiene en inquietantes primeros planos, utilizados con acierto para expresar la obsesión de los actos y el estado alterado de sus personajes, y con la intención de exponer vehementemente sus gestos cuando coinciden con otro conspirador, o cuando están sumidos en plena apoteosis de placer, recreándose en las expresiones de los rostros, de los ojos, de la boca, del bigote o del sudor de la frente, como suele ser habitual en el autor checo.
En los créditos finales, el multidisciplinar artista europeo reconoce las evidentes influencias de Sigmund Freud, el surrealista Max Ernst, Luis Buñuel y el Marqués de Sade, pero también hay coincidencias con algunos hallazgos y preocupaciones de David Cronenberg, como la televisión de Videodrome y las perversiones de Crash (precisamente rodada el mismo 1996), sin olvidarnos de la transgresión sórdida y la pasión por la descomposición de Joel-Peter Whitkin (aunque en esta ocasión los desmembramientos, la putrefacción y la presencia alimenticia no tengan tanta trascendencia como en otras obras del visionario cineasta checo). Probablemente, nos encontremos ante el largometraje de Jan Svankmajer en el cual están más equilibradas y mejor ensambladas todas sus influencias y obsesiones, logrando en todo momento que el artificio argumental quede perfectamente articulado con sus potentes y misteriosas imágenes mediante detalles dispersos y unas psicotrópicas pautas que proporcionan una experiencia única. Una propuesta que, como no podía ser de otro modo, cuenta con un desconcertante epílogo dotado de un elevado aroma fantástico (con reminiscencias de la magia negra) que casa a la perfección con la peculiar idiosincrasia del relato.
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