viernes, 15 de noviembre de 2013

The River (Tsai Ming-liang, 1997)


Para entrar en el universo marciano que propone en sus películas Tsai Ming-liang (uno de los autores más representativos de la llamada Nueva Ola del cine taiwanés junto a Hou Hsiao-hsien y Edward Yang) es necesaria cierta predisposición. El taiwanés de origen malayo pone a prueba la paciencia del espectador con eternos planos secuencia alargados hasta la exasperación, con unos encuadres distantes e inmóviles, una gran capacidad para tratar los espacios cerrados colocando la cámara desde diferentes perspectivas para lograr una visión geométrica más amplia y sugestiva, diálogos que brillan por su ausencia, y situaciones de lo más excéntricas. Los temas principales que acostumbra a tratar son la soledad, el vacío existencial de la sociedad moderna, la incomunicación, la indiferencia, la depresión, la nostalgia, y la ausencia de emociones.Temas universales que traspasan las barreras culturales con una cercanía y naturalidad abrumadoras. Un autor que en Venecia anunció que la reciente Stray dogs sería su última incursión cinematográfica (tal y como hizo hace poco Béla Tarr tras rodar El caballo de Turín). Malos tiempos para los retratistas del tedio.


En The River un joven vaga sin rumbo fijo por las calles de Taipei y se encuentra casualmente con una antigua amiga que le invita al rodaje de una película. La directora del filme le propone hacer el papel de un muerto flotando en un río para sustituir a un maniquí en el papel de cadáver flotante que no resultaba nada convincente. A partir de este baño en aguas no muy recomendables, nuestro protagonista empieza a sufrir unos dolores intensos en el cuello que le dejan maltrecho durante toda la narración. Le llevan al hospital e, incluso, recurren a un ritual religioso para intentar sanar el dolor. El joven veinteañero vive con sus padres, pero su relación no parece pasar por un buen momento y la comunicación familiar brilla por su ausencia. Su madre, que debe rondar la cincuentena, trabaja como ascensorista y tiene un amante que se encarga de la distribución de videos porno. El padre, jubilado, además de luchas infructuosas contra la filtración del agua en su casa, es aficionado a las saunas gays en sus ratos libres. 


Los personajes de The River (como los de todas y cada una de las películas de Tsai Ming-liang) son individuos fantasmagóricos y silenciosos cuyo sufrimiento y placer parecen ser básicamente las motivaciones que los empujan a reaccionar. El sexo se convierte en una necesidad dolorosa en la cual se mezclan el fervor por saciar el apetito sexual y la necesidad de sosegar el sufrimiento existencial de estos alienados personajes. Unos seres repletos de represiones y depravaciones que resultan próximas porque hasta el más mojigato de los seres humanos tiene ese tipo de pensamientos en momentos de debilidad.


En The River nos recalca la decadencia de la comunicación humana, la familia y las relaciones amorosas en las grandes ciudades mediante la ausencia de una narración definida que se recrea en los actos cotidianos, y la escasa presencia de diálogos. El arrojo de sus personajes se expresa en situaciones tan intrascendentes como levantarse, relacionarse y sobreponerse a un dolor de cervicales, a través de situaciones que se suelen obviar en el cine convencional: gente orinando, masturbándose y luchas surrealistas contra el agua que se filtra por las goteras.


La ausencia de números musicales le otorga un tono más serio y menos bizarro que en el resto de su filmografía. En The Hole y El Sabor de la Sandía (sus obras con más repercusión junto a ¿Qué hora es?) usaba esos momentos para mostrar el contraste del mundo real con los sueños y anhelos de sus atormentados personajes. También hay lugar para algún momento impactante de los que dejan huella, como el de la escena a oscuras en la sauna entre padre e hijo sin reconocerse. Sin embargo, hay extraños momentos cómicos como las secuencias en las que el padre sujeta la cabeza de su hijo para que no se le tuerza mientras se dirigen en moto al hospital para tratar el dolor cervical de éste, o los artilugios que se fabrica el progenitor para combatir contra las goteras (otra de las habituales en el cine del taiwanés).


La película está atorada de símbolos metafóricos: la extraña enfermedad del joven nos parece recordar lo viciada que está esa familia y la sociedad en general; y los fluidos que chorrean tienen una clara simbología sexual. Hay que recodar que la cultura china considera el agua como símbolo de caos. En The River está presente en todo momento; no obstante, aparece lejos de ser un elemento idílico, siendo mostrado siempre como un generador de conflicto, desde el título que hace referencia al río contaminado, pasando por los problemas con las goteras debido a la persistente lluvia habitual de Taipei, o el molesto sonido que provoca la orina en las numerosas escenas en las que hace aparición.


Formalmente, a pesar de la clara autoría de su estilo, se percibe que es su tercer filme porque todavía no maneja el uso de los espacios con unas perspectivas geométricas tan virtuosas como mostraría posteriormente, aunque hay un claro avance en la puesta en escena respecto a sus dos primeros trabajos. Ming-liang se nutre de un reducido grupo de actores con los que repite en cada película, con una capacidad especial para sacar lo mejor de ellos. Su alter ego en pantalla desde su debut es Lee Kang Sheng. Ambos se encontraron casualmente hace años en un local de videojuegos y el director se quedó fascinado por sus lentos movimientos que transmiten una gran sensación de realidad. Desde ese momento ha participado en todos sus filmes (la mayoría de ellos como protagonista principal) e incluso ha hecho sus pinitos como director de cine con un estilo muy similar al de su mentor. Su rostro inexpresivo y de triste mirada es el acompañante perfecto para el excéntrico, arriesgado y transgresor cine del director de El sabor de la sandía.


La influencia más clara que se percibe en el cine de Tsai Ming-liang viene de la mano de Antonioni por el desarraigo de sus protagonistas frente a una sociedad apática y deshumanizada. Otra de sus inspiraciones es Bresson por su austeridad formal, su falta de juicios morales y sus fantasmagóricos personajes que deambulan en pantalla como si fuesen almas en pena. También se le suele comparar con Tarkovski por sus largas tomas, el ritmo pausado de la narración, y muy especialmente por la fascinación por el agua, aunque sea tratada con un enfoque completamente distinto. Ming-liang siempre ha declarado una absoluta devoción por Truffaut, pero no termino de verla claramente en su puesta en escena más allá de sus homenajes puntuales en alguna de sus obras. Y cómo no, el cine cómico mudo, y muy especialmente el de Buster Keaton por la inexpresividad de los rostros de los personajes mientras llevan a cabo acciones muy cómicas. Más allá de estas anecdóticas coincidencias, su lenguaje cinematográfico tiene un sello totalmente personal e incorruptible, que nunca se aparta de la inconfundible visión que tiene del mundo, logrando diferenciar cualquiera de sus películas con el trabajo de otro autor contemporáneo. Un autor a reivindicar.


NOTA: 8,5/10 

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