viernes, 3 de enero de 2014

Walker (Tsai Ming-liang, 2012)


Antes de realizar Stray Dogs, el último largometraje de Tsai Ming-liang que según sus propias palabras supone su despedida del cine, y después de unos años de silencio tras realizar Visage (filme que tenía todas sus constantes, pero dejaba una pequeña sensación de aburguesamiento en su proceder pese a su sentido homenaje a la Nouvelle Vague francesa); realizó un cortometraje bañado en una delicada meditación religiosa para examinar el pasado y el presente de Hong Kong a través de un silencioso monje. Un trabajo que se encuentra englobado dentro de la película episódica Beautiful. Tsai Ming-liang es uno de los miembros destacados de la Nueva ola taiwanesa junto a Hou Hsiao-hsien y y Edward Yang. Un autor cuyo lenguaje cinematográfico tiene un sello totalmente personal e insobornable que nunca renuncia a su intransferible visión de la vida, aunque en esta ocasión desarrolla un cortometraje muy diferente al resto de su obra.  



Lee Kang-sheng, el actor fetiche de Tsai (que también ha hecho sus pinitos como director con un estilo muy parecido al de su mentor), encarna a un monje budista vestido de rojo que camina a una velocidad incomprensiblemente lenta (sin alteraciones hechas con ordenador en el movimiento casi imperceptible del cuerpo del protagonista) y con el cuerpo exageradamente encorvado, con la cabeza agachada, descalzo y sosteniendo un trozo de pan en una mano y una bolsa de plástico en la otra. Seremos testigos de su trayecto ralentizado (su ritmo no pasa del paso por minuto) por las bulliciosas y abarrotadas calles de Hong Kong. La multitud se congrega alrededor del personaje para tratar de comprender sus exasperantes movimientos, pero el religioso ni se inmuta y sigue a la suya.



El momento más destacado se produce cuando llega a la mitad de una calle muy transitada, frente a un anuncio con el actor hongkonés Andy Lau en el fondo y el sonido ambiente ensordecedor en el fragor de una de esas noches movidas de Hong Kong, donde parece reprochar a la publicidad el uso de los modelos perfectos y falsos que crea para vendernos un producto a toda costa. La obra, pese a provocar inevitablemente esbozar una sonrisa constante por la irreverente velocidad del monje, tiene un tono serio si exceptuamos el cachondo epílogo final en el cual hace gala del sentido del humor estrafalario tan peculiar de Ming-liang, y extrañamente nos ofrece un desenlace (aspecto casi nunca visto en su filmografía, caracterizada por no cerrar nunca sus historias) con las hamburguesas del tío Sam como protagonistas, al son de una canción pop china que hace apología de la riqueza y el consumismo capitalista.


El director taiwanés de origen malayo enfrenta la urbanidad con la religiosidad budista en una divertida pugna entre la paranoia y la ansiedad predominante en las grandes urbes con el irreverente andar de este extraño personaje, transformando el sentimiento de alienación y vacío existencial provocado por la vida estresante en constante movimiento de las grandes urbes en una  analogía sobre la búsqueda espiritual, en la cual nos recuerda lo ridícula e innecesaria que es la velocidad a la que se mueve la gran ciudad. Walker está compuesto escasamente de unos 15 planos de una belleza visual muy potente en los que destaca la saturación de colores, la iluminación nocturna, las calles abarrotadas de gente, y la contaminación acústica tan común en Hong Kong. El director taiwanés logra mantenernos atentos durante los 27 minutos del paseo ralentizado del monje apoyado en la sencillez habitual de su lenguaje cinematográfico.


Walker nos muestra a un Tsai con el ritmo pausado y la ausencia de diálogos tan característicos en su marciano universo, pero despojado de sus elementos más excéntricos (salvo en el citado momento hamburguesa) que tanto irritan a sus numerosos detractores. Esta vez, por desgracia, no hay sandías obscenas, gente lidiando una dura batalla contra las goteras, relojeros realizando actos lascivos con relojes de pared en el lavabo de un cine, números musicales protagonizados por penes, masturbaciones con objetos religiosos, espectadoras comiendo pipas compulsivamente en el cine, micciones en artefactos variopintos, ni piernas y brazos que busquen amor a través de una grieta en el techo. Tampoco podremos observar uno de los mayores talentos del director taiwanés: la capacidad para tratar los espacios cerrados colocando la cámara desde diferentes perspectivas para lograr una visión geométrica mucho más amplia y sugestiva. En lo que sí coincide respecto a su filmografía anterior es en el misticismo de su protagonista, que remite al de sus personajes presentados como almas en pena deprimidas, y en mostrar los exteriores (auténticos protagonistas del cortometraje junto al monje) igual de ruidosos que siempre, muy al estilo de los usados en su amada Nouvelle Vague francesa por Godard, Rivette, Truffaut y compañía, con el sonido de los vehículos siempre amplificado al máximo. Un experimento muy curioso.

NOTA: 7/10


No hay comentarios:

Publicar un comentario