domingo, 9 de marzo de 2014

Paraíso: Esperanza (Ulrich Seidl, 2013)

La tercera y última entrega de la trilogía paradisíaca de Ulrich Seidl nos sumerge en la historia de la hija de Teresa y sobrina de Anna María (las dos protagonistas de los dos anteriores filmes de la trilogía) sin perder ni un gramo de su pronunciada personalidad, aunque supone un pequeño cambio de rumbo en una filmografía caracterizada por dar mayor espacio a la sordidez y la incomodidad. El director austriaco tiene tan idealizadas sus señas de identidad que hasta ha creado una especie de decálogo al estilo Dogma 95, en el que señala todos los puntos que forman su honesto proceder cinematográfico, que se diferencia del restrictivo movimiento danés (aunque comparta algunos puntos) en que él es su único miembro y no impone cortapisas a nadie. En Paraíso: Esperanza nos introduce de un modo absorbente en un relato con pequeñas reminiscencias del Lolita de Stanley Kubrick (basado en la excelente novela de Vladimir Nabokov) combinado con las películas de campamentos juveniles, e incluso las de campos de concentración con un tono más sarcástico.


La película nos presenta a Melanie (interpretada con gran naturalidad por Melanie Lenz, la única protagonista de la trilogía que no es una actriz profesional), una joven de trece años con sobrepeso que había aparecido en los primeros minutos de Paraíso: Amor. Mientras que su madre pasa sus vacaciones en Kenia en busca de sexo fácil, y su tía  planea instaurar el catolicismo más radical en Viena, la joven acude a un estricto campamento veraniego de adelgazamiento para jóvenes con sobrepeso liderado por dos entrenadores y un médico, junto a un amplio grupo de niños orondos e inseguros (cuyo denominador común es que sus padres están todos separados) que se sienten culpables por su aspecto físico y están dominados por caprichos absurdos. Cuando la joven conoce al misterioso doctor queda prendada de tal modo que acude cada día a su consulta con un dolor fingido diferente. Melanie sabe que su idilio no tiene mucho futuro por la diferencia de edad (el médico tiene cuarenta años más que la chica), sin embargo, dedica buena parte de su estancia a debatir con su compañera de habitación (que tiene más experiencia en los asuntos del corazón y el sexo) sobre la forma de vestirse o peinarse para seducirlo definitivamente. Resulta evidente que el doctor, pese a ser un hombre parco en palabras, siente una atracción muy pronunciada por la chica, que le obliga a luchar contra  un claro sentimiento de culpa, pero en primera instancia, a sabiendas de la imposibilidad de desarrollar esa relación, se pone a su altura y actúa como si también fuese un niño enamorado.


Ulrich Seidl utiliza el estricto centro de adelgazamiento para hablar del primer amor y del descubrimiento de la sexualidad a través de una historia romántica imposible en la que cobran importancia las obsesiones inherentes a la adolescencia, esa etapa tan complicada de la vida, atorada de sueños inalcanzables y grandes decepciones; aunque también utiliza este variopinto escenario como una simpática parábola sobre la batalla del individualismo frente al colectivo, aquí representado por el severo régimen dictatorial de un campamento de verano regido por una dura disciplina para conseguir la pérdida de peso mediante una alimentación sana y mucho ejercicio físico, cuyos métodos no parecen demasiado fiables, pero que otorgan un gran cariz irreverente para expresar de un modo ameno la tortuosa adaptación de los adolescentes (independientemente de si tienen unos kilos de más) en una sociedad plenamente dominada por unos adultos que no piensan demasiado en ellos.


A pesar de su engañoso título, como era de esperar, el director austriaco se regodea en la desilusión y la alienación que acompaña a los jóvenes con sobrepeso, exponiéndolos de tal modo que da la sensación de que la única esperanza en la vida de estos deprimidos personajes sea abrumarse con la idea de adelgazar para encajar en una sociedad que otorga poco espacio a los menos agraciados físicamente. La cinta radiografía el mundo de la adolescencia a través de unos jóvenes obsesionados por ser adultos antes de tiempo, que además de tener el sexo como casi única fuente de inspiración, sufren una considerable adicción a los teléfonos móviles y los videojuegos portátiles mientras mantienen unas conversaciones e inquietudes muy creíbles, parecidas a las de buena parte de los chicos de su generación, aunque le pongan mucha más pasión al consumo de chocolate y dulces. Pese al escaso atractivo intelectual de estos chavales, el autor austriaco se las ingenia para mantener en vilo al espectador durante unos diálogos que invitan a una mirada aún más voyeurista de lo acostumbrado en el cine del austriaco, generando una impresión similar a estar espiándolos a través de una mirilla o de una puerta abierta, con una extraña sensación de fascinación y rechazo que impide apartar la mirada, logrando una vez más algo tan complejo en el cine como es la transparencia absoluta de la cámara.


Respecto a las dos incursiones anteriores de la trilogía,  pese a coincidir en utilizar unos personajes pintorescos en el fervor de una búsqueda de la plenitud, que casi siempre viene acompañada del anhelo por el desahogo sexual, resulta evidente que el grado de impacto y de tensión es menor debido a que la inocencia de una niña de trece años en su re-descubrimiento personal se antoja un punto de partida menos excitante, aunque  los primeros pasos romántico-sexuales siempre tengan atractivo, y para una adolescente con sobrepeso el hecho de verse dentro de un cuerpo tan pesado deba suponer un auténtico drama personal.  Mientras su madre y su tía estaban al borde de perder el rumbo en sus vidas, aquí nos presenta a una chica neófita con las crisis personales (gracias a su corta edad) que sólo es un proyecto de los adultos atormentados que suelen poblar las historias del director austriaco.


Sin embargo, dentro de su ideario supone un auténtico canto a la esperanza al alejarse parcialmente de la tragedia y el «mal rollo» que suele acompañar sus planteamientos, y no deja de seducir poder observar por primera vez en su filmografía a un Seidl contenido y tierno, sin necesidad de recurrir a ninguna de esas escenas inquietantes y pasadas de rosca que tanto le han caracterizado hasta la fecha, y ver que incluso se permite la osadía de coquetear con un lirismo desconcertante en una escena puntual en la que aproxima a la narración a un cuento de hadas marciano. Pese a ser su filme menos incómodo, Seidl vuelve a demostrar que en su fría y sarcástica mirada no hay espacio para los prejuicios morales al no demonizar al médico por su impopular comportamiento y deja que sea el espectador quien decida en consecuencia en una historia que podría haber hecho auténticos estragos en manos de un amante del erotismo adolescente como Larry Clark, pero el autor de Días perros, pese a ser un auténtico provocador de masas, en esta ocasión, contra todo pronóstico, opta por tener una actitud similar a la del personaje del médico respecto a su tentación perversa.


La estructura del filme vuelve a mostrar los episodios reiterativos habituales en Seidl para desarrollar una narración que sin perder el riesgo y el arrojo habitual da la sensación de acercarse más al cine convencional por estar dotada de más continuidad que en las dos anteriores. Para ello, se hace valer de un divertido bucle formado por los ejercicios físicos rocambolescos dirigidos por el dictatorial preparador físico, las visitas de Melanie jugando a los médicos en la consulta del doctor, las conversaciones de las gorditas postradas en la cama tras la intensa jornada deportiva, y los guateques nocturnos (que incluyen alguna escapada discotequera y algún asalto a la cocina) aderezados con alcohol y tabaco. Esta tercera aproximación veraniega supone la depuración definitiva de la poderosa y minimalista puesta en escena del austriaco, yendo un paso más adelante en sus habituales composiciones granuladas frontales en las que vuelve a experimentar de un modo todavía más admirable con la perspectiva de su detallada simetría estática, con un excelente uso de los espacios cerrados, mostrando los largos pasillos y las paredes desnudas de las habitaciones de un modo tan desangelado que remiten a los de la celda de una prisión; y con un montaje que sorprende por el fuerte contraste cómico que se establece en los cambios de escena.


Con todas sus grandes virtudes y sus pequeños excesos (que en esta última incursión paradisíaca prácticamente brillan por su ausencia), nos encontramos ante un autor único, difícil de equiparar con algún director contemporáneo. Son inevitables las comparaciones con Michael Haneke por ser su compatriota más conocido, con el que comparte la «bressoniana» austeridad formal enmarcada en eternos planos secuencia, la ausencia de música, y el carácter antropológico de algunas de las situaciones expuestas. Sin embargo, pese a esas claras coincidencias su cine acostumbra a estar mucho más emparentado ideológicamente con la sordidez transgresora de Harmony korine en Gummo o Julien donkey-Boy, o la provocación con preocupaciones sociales de Lars Von Trier en Los idiotas.


A pesar de que como buen filme del director austriaco consigue perdurar en la memoria, Paraíso: Esperanza es la sección de la trilogía que funciona individualmente de un modo menos satisfactorio debido a su menor grado de perturbación y el hecho de dejar menor cantidad de cuestiones en la mente del espectador una vez finalizado su visionado, siendo además la que más se resiente (a pesar de ser la más corta) del cambio en las intenciones iniciales de incluir las tres tramas en una sola película, lo cual no implica que no sea un estimable largometraje y un digno colofón para una trilogía que quedará en los anales de la historia por conseguir la hazaña de presentar en un periodo tan corto de tiempo 3 películas de tal calado en los tres festivales más prestigiosos del panorama cinematográfico, que además pudo estrenar de manera casi simultánea en nuestro territorio, aunque no fuera en las fechas más propicias para acudir a una sala de cine.



NOTA: 7/10


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