viernes, 6 de diciembre de 2013

La puerta del retorno/Turning Gate (Hong Sang-soo, 2002)


Hong Sang-soo es uno de los directores más personales en el panorama del cine coreano contemporáneo. Un autor que, junto a sus compañeros de generación Lee Chang-dong, Bong Joon-ho, Park Chan-wook y Kim Ki-duk, se encargó hace más de una década de elevar a los altares a la cinematografía de su país; aunque su repercusión mediática parece más marginal que la del resto de sus compatriotas. Su cine suele recurrir a viñetas entrelazadas que rompen con la narración lineal tradicional a través de juegos con el tiempo que sirven para exponer triángulos amorosos poblados por amantes desencantados, basados casi siempre en las repeticiones de acontecimientos análogos para mostrar la visión diferente de una misma circunstancia, o en la reiteración de las situaciones a través de diferentes personajes. Unos seres que no dejan de sorprender por la fascinante capacidad que tienen para tomar siempre la peor de las decisiones, como suele suceder con los personajes que pueblan el cine de Paul Thomas Anderson. La puerta del retorno fue su cuarta película y supuso para quien escribe estas líneas el momento más álgido estética y narrativamente de su hiperactiva carrera como director de cine.


La cinta nos presenta a Kyung-soo, un actor en horas bajas que no logra conseguir trabajo tras su última película, que resultó un auténtico fracaso, motivo por el cual su director le culpa de ello. Con todo el tiempo ocioso del mundo recibe una llamada de un viejo compañero de clase, que vive en otra ciudad y le invita a pasar unos días en su casa. Allí conoce a Myung-suk, una bailarina poseedora de un carácter muy peculiar que tras una borrachera se abalanza sobre él y acaban entablando una relación romántica. La bailarina mantiene un extraño vínculo con el escritor que no termina de quedar clara a los ojos del actor, provocando un roce entre los antiguos compañeros. Myung-suk, tras pedirle a Kyung-soo que le dijera «te quiero» provoca que el actor huya de la ciudad despavorido. En el tren de vuelta a Seúl, conoce a otra joven que admira su trabajo en el teatro y parece sentirse atraída por un Kyung-soo que se encuentra indeciso al principio, pero finalmente acaba bajándose en la misma parada y decide seguirla a escondidas hasta su casa.


El título del filme hace honor a una leyenda que el protagonista escucha mientras se dirige a un antiguo templo budista donde se halla la puerta del retorno, y sirve como evidente metáfora de las repeticiones de los hechos que esconde la narración a partir del ecuador. La cinta se divide claramente en dos secciones bien diferenciadas entre sí, las de las dos relaciones sentimentales establecidas por Kyung-soo, aunque Sang-soo utiliza unos carteles que dividen la película en siete capítulos con una breve explicación de lo que va a acontecer a continuación. El director coreano está interesado en adentrarse profundamente en las zonas más inseguras de la naturaleza del ser humano: la soledad, el apetito sexual, la lucha contra el rechazo y la imposibilidad de los amantes para comunicarse en unas relaciones amorosas siempre dominadas por el azar, a través del comportamiento ambiguo y los sentimientos alterados provocados por los malentendidos y el pesimismo, la melancolía, la infelicidad y la decadencia; otorgando gran importancia a la capacidad del ser humano para viajar a través de los recuerdos en una lucha constante entre las engañosas percepciones de éstos por parte de su desconcertante protagonista.


La puerta del retorno es una película de situaciones amparada en los diálogos y la interacción (con la omnipresente presencia de la comida y el alcohol) entre sus personajes, que le dan un aire veraz y cercano a la narración en la superficie, pero no por ello carente de complejidad (se necesita cierto reposo para que su auténtica carga emocional cale en el espectador). Sang-soo acostumbra a contarnos siempre unas historias de amor y desamor que, por suerte, distan mucho de los manidos clichés a los que estamos tan habituados en el mundo del celuloide, a través de trayectos circulares formados por situaciones vistas constantemente durante toda su filmografía, que provocan en el espectador la sensación de estar viendo siempre la misma película, con unas obsesiones, unos personajes y una idea formal claramente definida, además de una mirada crítica y reflexiva en la que el alcohol aparece siempre como un elemento vital en las relaciones personales y románticas, propiciando que sus gentes se armen de arrojo para tomar las decisiones y para que se produzca un contacto sexual que solo parece tener sentido cuando la pasión etílica hace acto de presencia. Uno de los aspectos que dejan esa clara sensación de «Déjà vu» en su estilo es la presencia de personajes relacionados con el entorno de la creación, especialmente de la del séptimo arte. Curiosamente, pese a que sus protagonistas siempre están íntimamente relacionados con el cine (la mayoría de las veces son directores de cine, actores, guionistas, escritores  o profesores relacionados con el mundo del arte) nunca hay espacio para la creación cinematográfica más allá de pequeños apuntes a la producción y realización. Otro claro elemento recurrente en el universo de Sang-soo es la fascinación que siente por el sexo femenino, aquí presentada a través de mujeres atractivas, contradictorias y complejas, muy desconcertantes por su manera de actuar: unas veces inaccesibles y otras completamente abiertas, que contrasta con la constante torpeza  inherente del sexo masculino.


El protagonista de Turning gate es un tipo que tiene un extraño magnetismo que atrae a la gente hacia su viciada persona, como menciona en algún pasaje del filme, aunque aparezca como un indeseable, un ser insensible, confuso, ridículo, aprovechado e ingenuo; que pese a todo parece querer reciclarse cuando declara abiertamente su amor por la admiradora que conoce en el tren (con la cual 15 años atrás se comportó del mismo modo sin recordar nada). Unos defectos en la personalidad casi siempre presentes en los personajes masculinos de Sang-soo, pero que aquí le dotan de un aire más entrañable y simpático gracias al elevado grado de vergüenza ajena que provocan sus acciones.


En el plano formal presenta una puesta en escena muy austera, sin banda sonora ni efectos de sonido, una fotografía sugerente y unos movimientos de cámara sobrios que contrastan con el reiterado uso que hizo del zoom alocado en posteriores trabajos, de los que un servidor nunca comprendió cuál era su función. A pesar de sus más que notorias influencias (Éric Rohmer y la Nouvelle Vague francesa) resulta irrefutable que Sang-soo ha conseguido crear un género cinematográfico propio con una filmografía indisoluble en la que en cada trabajo nuevo va introduciendo pequeñas transiciones que hacen crecer constantemente a su lenguaje, aunque sea de manera casi imperceptible. Su imaginería se diferencia bastante de la de sus compatriotas compañeros de generación, dotando a su obra de un trasfondo más intelectual, y por ende minoritario; de hecho, hay pocos autores en la actualidad con los que se le pueda comparar, quizá con Tsai Ming-liang con el que comparte la creación de un mundo muy particular influenciado por el cine rupturista francés de la Nouvelle Vague, acompañado del uso de escenas incómodas y subidas de tono, unos personajes repletos de taras emocionales dominados por el vacío existencial y la falta de comunicación (que tratan de saciar a través de su persistente apetito sexual); sin embargo, Sang-soo lo hace mediante unos personajes que hablan por los codos y no paran de relacionarse socialmente, claramente en las antípodas de lo que sucede con los fantasmagóricos, solitarios y silenciosos seres del excéntrico director taiwanés.


NOTA: 7/10 


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