La japonesa Naoko Ogigami es una cineasta que se ha hecho un hueco importante entre los grandes autores contemporáneos de su país, lo cual no es óbice ni circunstancia para que no sea vilipendiada injustamente (como tantos otros autores asiáticos) por la distribución cinematográfica de nuestro país (de hecho, es bastante marginal en nuestro territorio, incluso en el ámbito festivalero). La directora nipona posee una filmografía que cuenta con varios títulos que no tienen desperdicio, amparados en una atmósfera muy cuidada con la sencillez y la ternura por bandera y un sentido del humor muy particular que saca partido del patetismo de las situaciones y de sus inadaptados, entrañables y muchas veces inexpresivos personajes, dotados de cierto misterio y extravagancia, que protagonizan situaciones bastante absurdas y tienen fijación por la meditación (para huir del estrés de la gran ciudad y de sus problemas con las relaciones humanas) y la gastronomía. Un cine de naturaleza optimista que, curiosamente, está poblado por personajes tristes y ligeramente deprimidos que encuentran una pequeña motivación que les hace salir del letargo durante su pequeño trayecto.
Todas las obras de Ogigami que he tenido el placer de ver (todas menos su segundo largometraje, del que no se encuentra muy contenta y tiene toda la pinta de ser un encargo) brillan a un nivel muy similar. En Yoshino’s Barber Shop, su primer filme sobre un pequeño pueblo donde todos los varones tienen el mismo y ridículo corte de pelo, ya aparecían casi todas sus constantes, aunque no resulte una experiencia tan redonda como el resto de su filmografía. Su primer largometraje 100% personal llegó con el tercero (Kamome Diner), un relato sobre un restaurante con muy poco éxito en Hensilki regentado por una japonesa, que parece influenciado por el sentido del humor marciano y silencioso de Aki Kaurismäki, a quien recuerda especialmente en esta ocasión, además de por estar rodada en Finlandia gracias a la presencia del gran Markku Peltola. En Glasses (uno de sus trabajos más inspirados y representativos) nos introduce en las vacaciones de una profesora en un pequeño hotel costero regentado por un extraño individuo y que cuenta con una clientela muy variopinta que se dedica principalmente a una curiosa actividad a la que llaman "crepusculeo". En Toilet (filmada en Canadá y ambientada en Estados Unidos) muestra la historia de un ingeniero obsesionado con unos muñequitos de robots; un individuo que no soporta las relaciones humanas y se ve obligado a vivir con sus dos excéntricos hermanos y su peculiar abuela japonesa que no sabe una palabra de inglés. Finalmente, en Close-Knit, su última película, mantiene el listón muy alto con un ligero cambio de registro al tratar unos temas tan delicados como la transexualidad o la maternidad de personas sin escrúpulos. Su habitual dulzura se multiplica notoriamente en detrimento de la irreverencia de su comicidad, aunque hay algunas escenas y pequeños detalles muy divertidos como los falos de lana que teje el trío protagonista.
La premisa de Rent-a-Cat (Rentaneko en japonés) no puede ser más original e irreverente: una mujer cercana a la treintena vive rodeada de infinidad de gatos, triste y obsesionada con la figura de su abuela (la persona de quien heredó esa devoción gatuna) fallecida recientemente, con la que se comunica a través de una foto. Ella se gana la vida con un servicio de alquiler de gatos para hacer compañía a personas solitarias, aunque a cada cliente con quien se topa le explica que tiene otra fuente de ingresos (todas diferentes) que es la base de su economía. Todos los días camina cerca de un río con un carro repleto de las citadas mascotas y vocea con un megáfono para publicitar su actividad a la gente con la que se topa. Lo más absurdo de su premisa es que esa relación de los clientes con los simpáticos gatos tenga fecha de caducidad. Los interesados deben someterse a duros y minuciosos controles en los que han de demostrar estar preparados para la compañía gatuna. La protagonista se muestra inusitadamente optimista para el cacao mental que lleva. Se encuentra tan sola como sus clientes, pero ha decidido encontrar un marido y tiene multitud de objetivos en la vida que anota en su pared.
La película (con mayor aire de fábula que de costumbre en Ogigami) cuenta con el característico cariz minimalista de todos sus trabajos (cuyo guion siempre está escrito por ella misma, salvo el de su experiencia finlandesa, inspirada en una novela, aunque también colabora en el guion) con una acción que brilla por su ausencia. De todos modos, no nos encontramos ante su película menos narrativa (Glasses se lleva la palma en cuanto a recrearse en los silencios, la contemplación y la espiritualidad). La directora nipona, como siempre, se detiene en pequeños detalles y en los gestos de los personajes mientras se deleitan con las actividades más nimias de la vida como tender la ropa en el interior de la vivienda en un día de lluvia, tomarse un helado, comerse el agujero de una rosquilla (utilizado como metáfora varias veces) o estrenarse bebiendo una cerveza (una de las mayores obsesiones de Ogigami, presente en casi todas sus obras) en compañía.
Sus narraciones se caracterizan por no ser conclusivas. A pesar de que en la mayoría de ellas aparezcan pequeñas lecciones de ligeros cambios que da la vida, sus personajes no sufren grandes variaciones de actitud ni de personalidad durante el metraje, huyendo de la dramatización y la trascendencia del cine que suele preocuparse de personajes solitarios. En todas sus películas parece predominar la ligereza, pero si rascamos un poco hay una crítica evidente a diferentes aspectos: la velocidad de vida, la diferencia de clases, el conservadurismo, la sumisión, la indiferencia y la uniformidad de la sociedad nipona contemporánea que aún mantiene la mayoría de los vicios de sus ancestros, además de preocupaciones tan japonesas como la melancolía, la muerte y la soledad de las grandes urbes (hay que recordar que los hikikomori son originarios del país del sol naciente).
Normalmente, la autora nipona, a quien cuesta encontrar un referente en el séptimo arte con el cual comparar (una de sus películas favoritas es Happiness, pero su sello y el del siempre sórdido Todd Solondz son como la noche y el día) huye de recrearse en las circunstancias que llevan a los personajes a su situación actual, aunque en esta ocasión el recurso de la voz en off inicial explica su incondicional devoción por los gatos desde la infancia (a veces se pregunta si desprende algún tipo de olor que les atrae y más adelante nos introduce en el pasado utilizando imágenes de cotidianeidad de la protagonista en el presente). Unos recuerdos de los que sólo hay imágenes de su estancia en el hospital del colegio junto a un compañero con quien se topa en el presente. La película, atorada de pequeños momentos encantadores y oníricos cuenta con un desarrollo episódico y reiterativo (casi a modo de sketches individuales) en el que observamos las particularidades de los diferentes clientes, cuatro para ser más concretos.
Uno de los puntos más destacados son las simpatiquísimas muecas de asombro de Mikako Ichikawa hacia sus clientes y sus mascotas (una actriz presente también en Glasses), aquí con mucha más expresividad que otros personajes de la directora japonesa. Le vemos hacer las diferentes actividades a las que se dedica, todas ellas con la ayuda inestimable de sus mascotas (en unas escenas oníricas en las que no especifica claramente si son reales o ensoñaciones, a diferencia de un desquiciante y premonitorio sueño en el cual se topa con uno de los posteriores clientes). La protagonista representa a la perfección la legendaria figura urbana de la loca de los gatos, eso sí, desde una óptica más jovial y menos inquietante que la que tenemos preconcebida. Quienes hayan seguido la carrera de Ogigami, probablemente echarán de menos la presencia de la veterana Masako Motai, la auténtica musa de la mayoría de su filmografía que ha desaparecido en sus dos últimas obras o de Satomi Kobayashi, imagino que para darle un cariz renovado a un estilo que varía muy poco en sus películas más allá de las diferentes temáticas utilizadas, que son la excusa perfecta para sacar a relucir su atmosférica y personal dirección.
En definitiva, una película encantadora que, como suele suceder con su directora, a pesar de su incuestionable dulzura nunca cae en terrenos empalagosos gracias a la personalidad marciana de sus personajes; imprescindible para los amantes de los gatos (hay una extensa galería y muy simpática, de todos los colores y tamaños, de los reyes del ronroneo que provocará auténticos sarpullidos a los alérgicos a estos fascinantes felinos caseros), de los personajes algo perdidos psicológicamente, de la cadencia sosegada y los planos extensos del cine de autor japonés. Perfecta para iniciarse en el atractivo universo de Naoko Ogigami, mi cineasta femenina favorita.