domingo, 11 de mayo de 2014

Stray Dogs/ Jiaoyou (Tsai Ming-liang, 2013)

Resulta todo un acontecimiento que una película dirigida por Tsai Ming-liang sea proyectada en nuestro territorio (aunque mayor lo sería si viniese acompañado de un estreno en las salas comerciales). Tenía cierto respeto a la hora de enfrentarme a una película del autor taiwanés en pantalla grande (las anteriores me las sé de memoria, pero todas habían sido degustadas en formato casero con la cama como elemento reconciliador con su particular cadencia). Sin embargo, la experiencia no pudo ser más satisfactoria, a pesar de la innegable apología de la lentitud de un director cuyo lenguaje cinematográfico lleva cerca de veinte años transgrediendo notoriamente los preceptos narrativos y estéticas del cine convencional. El taiwanés de origen malayo es un autor desafiante que requiere de un grado de compromiso y empatía que colisiona con las formas comunes a la hora de enfrentarse a una película. Amparado en el frío distanciamiento a través de la congelación del tiempo, Ming-liang se recrea en la relación que se establece entre sus personajes con el espacio opresivo en el que se encuentran inmersos. Tampoco se olvida de la introspección, la intimidad y las emociones, mediante la presentación de las acciones cotidianas más banales (que suponen un auténtico desafío para sus melancólicos personajes) y la transformación de la realidad. Desde sus inicios, su peculiar estilo, atorado de marciano y transgresor misticismo, nos coloca  en situación de incómodos voyeurs, renunciando, casi por completo, al uso de diálogos (en sus historias suele haber más líneas verbales de los medios de comunicación que de sus silenciosos personajes). Su proceder siempre resulta insobornable, pero Stray dogs, coproducida con Francia, supone su propuesta más diferente respecto al grueso de sus largometrajes.


El primer plano fijo (cercano a los cinco minutos) de la cinta nos muestra  a una mujer peinándose en un extremo de un colchón en el suelo, donde duermen a pleno ronquido un niño y una niña. A continuación nos presenta a un padre que vive en unas condiciones muy precarias, intentando subsistir como puede junto a esos dos niños en una chabola ubicada entre el bosque y el río de una zona residencial, tras haber sido, supuestamente, abandonados por la madre. Los dos pequeños no van a la escuela y se pasean por un supermercado mientras su progenitor lleva a cabo sus funciones como hombre anuncio sosteniendo un cartel publicitario en las lluviosas carreteras de Taipei. La familia come en la calle los restos que los hijos consiguen en el supermercado en las secciones de degustación, y se lavan los dientes en los lavabos públicos. Esta familia de perros callejeros desprende un hedor corporal que no pasa inadvertido a terceros. Al llegar la noche vuelven a su peculiar refugio para dormir, a la espera de otro fatídico día. Por el camino se toparán con una empleada extraña y solitaria del supermercado que intenta ayudarles. Tras una desconcertante escena de rescate de los niños bajo la intensa lluvia, la narración se ve alterada con la aparición de la madre.


Stray dogs (Jiaoyou) juega con los sentimientos de dolor y culpa de sus personajes sin manipularlos en ningún momento, ni recrearse en la bajeza de la miseria. Inicialmente muestra una mirada desencantada, cercana a la impotencia, para ofrecer una analogía enardecida de la depredación propiciada por el atroz capitalismo neo-liberal contemporáneo (un sistema político que no se preocupa de los más desfavorecidos) y sus funestas consecuencias sobre las relaciones humanas. A pesar de mostrar con acierto la enajenación del trabajo precario, Tsai, como era de esperar, se preocupa prioritariamente por la alienación y el vacío existencial de los habitantes de una Taipei, presentada una vez más de un modo apocalíptico y decadente; por encima de  la denuncia social (sus personajes de obras anteriores tenían un techo mucho más pudiente y no daban muestras de encontrarse mucho más desahogados psicológicamente). Se trata de un autor que siempre ha centrado su visión en el contexto, incidiendo en el desanimo que provoca la opresiva gran urbe sobre sus personajes, mostrada siempre como el principal impedimento para su realización personal; expuesto muy por encima de las causas que llevan a sus personajes a tan desesperante situación afectiva.


La última criatura en el largometraje de Ming-liang está dividida en dos secciones notoriamente diferenciadas: la primera se presenta dentro de sus cánones habituales, mientras que la segunda está gobernada por la abstracción, y se percibe mucho más perturbadora e indescifrable, ya que incita a cada espectador a intentar enfocarla según sus propias percepciones. El argumento (si es que se puede utilizar ese término con alguien tan poco narrativo) deja mayor espacio para nuestra imaginación respecto a buena parte de su filmografía, en la que pese a usar situaciones muy marcianas, resultaba todo más diáfano al no haber saltos en el tiempo. Esta sensación se acentúa por la ausencia de la radio como elemento informador del contexto (tan habitual en todas sus historias sobre una Taipei asolada por trágicos fenómenos naturales). El que según el propio Ming-liang podría ser su último largometraje, desconcierta en el ecuador por la aparición del personaje maternal (interpretado por tres actrices diferentes), que podría ser interpretada como un flashback, una ensoñación, o incluso una aparición fantasmagórica.


El director taiwanés cambia de registro en la exposición de las familias respecto a buena parte de su filmografía. En The river y ¿Qué hora es? la relación era mucho más distante, aunque el núcleo familiar pertenecía a franjas de edades muy diferentes (el personaje de Kang-sheng pasa de ser hijo a padre) y tenían un espacio mucho más extenso que les facilitaba ignorarse casi por completo; mientras que aquí duermen los tres en el mismo colchón. La presencia infantil, por primera vez con trascendencia en la semántica del director asiático, atenúa el grado de excentricidad y añade un enfoque más conmovedor, aunque, por fortuna, el personaje del padre no resulta un manido «padre coraje» en su lucha de superación personal contra los elementos adversos (bebe alcohol con bastante frecuencia y se regodea en su depresión). La citada participación activa infantil propicia que suavice sus habituales jugueteos con los tabús, el pudor y la intimidad. No obstante, el director nacido en Malasia, además de sus habituales jugueteos con los fluidos de la orina, pone toda la carne en el asador de la irreverencia sórdida en una escena, la del beso, intento de asfixia y depredación de la col. Una secuencia, tan marciana como profunda,  de las que perduran en la memoria; casi a la altura de las más pasadas de rosca de El sabor de la sandía, pero sin recurrir al sexo, que por primera vez en su ideario (si obviamos su serie del monje caminante) no hace acto de presencia en el relato. El roce y el ansia sexual, siempre presente en su universo como catalizador de toda la melancolía, es sustituido por la necesidad imperiosa de alimentarse por parte de esta desesperada familia de vagabundos.


Nos encontramos ante la obra con una concepción más radical por la duración de los planos (junto a No quiero dormir solo) y con un enfoque más pesimista y vanguardista (hay pasajes más próximos a la performance artística que al lenguaje cinematográfico convencional) de un cineasta único que siempre ha mirado al futuro de las formas cinematográficas, sin olvidarse del presente y de su esplendoroso pasado (Truffaut, Bresson, Antonioni), aunque en sus últimos trabajos sus situaciones no calen tanto como en la década de los 90 y la primera mitad de los 00. Se echa de menos notoriamente mayor presencia del excéntrico sentido del humor y el marciano lirismo de un autor que , aunque casi lo haya dicho todo en el cine, continúa comprometido con una forma de ver y entender la vida y el medio cinematográfico. El director asiático declaró en Venecia que se siente perdido cuando se enfrenta a la velocidad que la vida moderna nos impone, y que moverse lentamente es una solución para encontrar el camino propio dentro de la confusión. Muy en la línea de lo expuesto en su serie sobre el monje parsimonioso, dos mediometrajes con los que comparte en esta incursión unas intenciones similares a la hora de enfrentar las velocidades de la vida y lo individual con lo colectivo en el bullicio alienante de la gran urbe, siguiendo la misma senda de esculpir y dilatar el tiempo y el espacio de un modo extremo, indagando en la fuerza de la imagen cinematográfica, y obligando al espectador a perderse en esas eternas capturas, a un nivel similar al de los personajes de la película, quienes quedan exhaustos por un mural colocado en la pared del cuchitril que tienen como vivienda; utilizado por los personajes como oasis para huir de su enclaustramiento psicológico.


Los personajes de la película son los más solemnes y pétreos de su filmografía. De nuevo presentados como almas en pena sin rumbo, buscando en vano la conexión humana en un futuro desolador que cada vez se asemeja más al presente. Unos seres que han enmudecido por las circunstancias y se sustentan principalmente en la rutina de las labores cotidianas. Lee Kang-sheng, en el rol del eterno Hsiao-kang (el Antoine Doinel particular de director asiático) siempre ha destacado por otorgar una angustia psicológica muy tenaz a sus interpretaciones, pero aquí alcanza sus mayores cotas gracias al acercamiento de la cámara (poco habitual en su director) hacia el rostro y los ojos vidriosos de su discípulo durante planos estáticos con un ritmo deliberadamente pausado, con una congelación de las imágenes aun más incendiaria de lo frecuente en el taiwanés.


Formalmente, a pesar de ser su primer largometraje rodado con una cámara digital (un detalle que enfatiza con mimo y se recrea en la textura de los rostros más delicados en los primeros planos) se trata de la incursión más estilizada y pictórica, dotada del tradicional y virtuoso sentido del encuadre, siempre con la cámara situada en el lugar perfecto, de un director especializado en el tratamiento simétrico de los espacios y la preponderancia del sonido, aunque por primera vez los entornos naturales cobran vital importancia visual y acústica en su universo urbano. En Stray dogs incide en exteriores claustrofóbicos, apartamentos cochambrosos y grandes carreteras atoradas de tráfico bajo la constante presencia de la lluvia, otra de las compañeras inseparables del director taiwanés, en una ciudad deprimida en la que hasta las viviendas lloran desconsoladamente. La película cuenta con algunas escenas próximas a los diez minutos y una cerca del final que pasará a los anales de la historia del cine por una prolongación deliberadamente desmedida (cercana a los veinte minutos) que, prácticamente, consigue desarmar de contenido a lo expuesto por agotamiento. Una secuencia cargada de dolor, culpa, redención y onirismo, que finaliza con un gesto de impotencia de un personaje que se ve condenado a la soledad más absoluta en el peor escenario posible. Este incómodo e impopular plano, a pesar de su enternecedora belleza provocará inevitablemente los bostezos y los bufidos de impaciencia y sopor de los espectadores más despistados con las constantes de Ming-liang, que no hayan abandonado la experiencia antes de tiempo.


Ming-liang, a pesar de su transgresora cadencia y su apología de la parsimonia, siempre consigue acompañar a sus obras de la emoción suficiente para mantener el interés en la audiencia (como mínimo en sus seguidores y en los amantes del cine silencioso que se cuece a fuego lento) incitando a que se cuestione aspectos de su propia existencia sin ninguna intención de reconfortarlos, ni de ser utilizado como un mero pasatiempos, si obviamos los intervalos cómicos irreverentes y los números musicales de obras anteriores que servían para mostrar los anhelos de los personajes; aquí representados levemente por una canción triste, sin afán de pertenecer a otra realidad, entonada a modo de lamentación desesperada y asimilación de la cruda realidad por parte de su protagonista; y la citada vía de escape del mural en blanco y negro ligeramente azulado de un paisaje que representa una extensión del suelo del tugurio donde viven con un bosque sobre un lago dominado por las rocas. Parece como si el director de The hole hubiese querido echar un pulso por todo lo alto al gran Béla Tarr y su El caballo de Turín (otro proyecto con inevitable y melancólico aroma de despedida) en desprenderse de cualquier atisbo de narrativa, exponiendo un lenguaje visual que se acerca a la pureza, plagado de imágenes desnudas que perduran en la memoria, con una inusitada belleza plástica gracias a las inconfundibles combinaciones coloristas de un autor libre que afirma que no puede hacer películas para el sistema porque limitan su creatividad. Es de agradecer que el arriesgado y polémico autor taiwanés siga teniendo el arrojo de atentar contra la dictadura de la narración convencional en un medio tan poco dado a la experimentación y a la contemplación serena. Esperemos que su anuncio de retirada, como el del director de Armonías de Werckmeister, sea solo un enfado pasajero con el mercantilismo más chusquero que, por desgracia, domina implacablemente este medio que tanto nos apasiona. 


NOTA: 7,5/10


No hay comentarios:

Publicar un comentario