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lunes, 30 de marzo de 2015

Moebius (Kim Ki-duk, 2013)

Después de dirigir Pietà, ganadora del León de Oro en Festival de Cine de Venecia del 2012, el coreano Kim Ki-duk ha realizado la película más polémica de su larga carrera como director de cine. Una obra que fue inicialmente restringida en Corea del sur, propiciando que su director se viese obligado a recortar alguna escena para poder ser estrenada en las salas convencionales. La junta que se encarga de estos asuntos en su país consideró de un modo vergonzante que la actividad sexual que mantienen los miembros de la familia protagonista la convierte en una obra inadecuada para los jóvenes por su contenido violento, inmoral y antisocial. La cinta sigue los caminos oscuros explorados en Pietà respecto al tema tabú del incesto, con la diferencia de que en su anterior trabajo tenía la coartada moralista de un giro de guión que la hacía digerible para las mentes más sensibles a la presencia del sexo familiar, aunque viniese a través de una situación mucho más lamentable, como es la de una violación.



Moebius posee uno de los arranques más acelerados y demoledores que se recuerdan en una pantalla de cine. Nada más empezar presenciamos una patética pelea en el suelo entre el marido y la mujer de una familia acomodada coreana ante la indiferencia del tercer miembro de la familia, su hijo adolescente. La esposa  parece mentalmente inestable después de ver cumplidos los temores que habían propiciado la disputa inicial, al descubrir horas después en un coche a su marido con una tendera dándose el lote, y ver a su hijo espiándolos. Al llegar la noche, ya en su hogar, se introduce en la habitación armada con un cuchillo con la funesta intención de vengarse de su marido amputándole el pene mientras duerme, pero éste consigue reaccionar y salir indemne. La mujer decide volcar toda su frustración con su hijo, a quien había visto minutos antes masturbándose, posiblemente con la imagen mental de la tendera, y acaba consumando la anhelada castración, que culmina con el pene sacrificado de su hijo en su boca para que no pueda ser recuperado. Todo esto, que para muchos directores podría suponer el argumento de una película si tuviesen el arrojo de llevarla a cabo, sucede en los primeros nueve minutos, mientras que el resto de la película se centra en indagar las repercusiones de tan descerebrada acción en el seno de la familia.


Ki-duk vuelve a incidir en conceptos cristianos como el perdón, la culpa y la redención mezclados con comportamientos irreverentes que harían que Sigmund Freud se frotase las manos, y alegorías circulares budistas como anuncia su título, que hace referencia a una banda o cinta circular con una sola cara y un solo borde. El repertorio de Moebius está plagado de todo tipo de perversiones retorcidas y situaciones relacionadas con el aparato sexual masculino: castraciones, violaciones con y sin pene, búsquedas desesperadas de innovadores avances en el trasplante del órgano copulador masculino, luchas encarnizadas en el suelo para recuperar un pene amputado con el fin de recuperarlo mediante cirugía, y la parte más irreverente que sustenta mayoritariamente la cinta, las automutilaciones con piedras y cuchillos para obtener placer a través del dolor y así sustituir la ausencia del miembro viril. Ki-duk utiliza en primera instancia esta fabula moral y sexual con tintes de tragedia griega para hablarnos de la decadencia de la sociedad contemporánea, y muy especialmente del desmembramiento de la estructura familiar. Seremos testigos de un auténtico descenso a los infiernos del núcleo familiar por culpa de una decisión descerebrada, la de la castración provocada por el adulterio, que alterará por completo su existencia. Posteriormente, el director coreano pone toda la carne en el asador en incidir en las alternativas que ha de buscar una persona que pierde su miembro viril en su búsqueda quimérica de placer sexual. El joven se encuentra en esa etapa de la vida en la que el pene lo mueve prácticamente todo, y de repente se encuentra sin él y ha de combatir no solo con ese trauma, sino con el cachondeo generalizado que provoca su nuevo estatus sexual entre sus compañeros de escuela.


Pese al desconcierto y estupor generados por un arranque tan devastador que transita al margen de la cordura y de lo políticamente correcto, el director coreano construye una historia intensa con convicción y consistencia, aunque eso no sea óbice para que dé rienda suelta a su versión más oscura y grotesca. No obstante, Ki-duk es consciente de lo pasado de vueltas que resulta su artífico argumental y atenúa las situaciones dotando a la película de un aire cómico muy siniestro que no había tenido lugar de manera tan desaforada en su filmografía, salvo en pequeñas dosis aisladas, pero que aquí funciona de maravilla. El coreano bordea peligrosamente el ridículo en algunas fases, pero tiene el don de salir indemne con una obra valiente que toca temas tabúes que parecen vetados en el cine. Los planteamientos del director coreano siempre se han caracterizado por un elevado grado de inverosimilitud que no suele afectar a la potente conexión emocional que se establece con sus perturbados personajes. Sin embargo, aquí toca techo en la presentación de una historia improbable, pero que supone el marco perfecto para mostrar la decadencia moral de la familia retratada. El mensaje de la cinta es tan devastador que se le perdona alguna incongruencia del guión, marca de la casa, como el hecho de que unos acusados de violación abandonen la prisión al poco tiempo de ser encerrados, o vayan apareciendo un reguero de castrados en el hospital  sin que la policía tome cartas en el asunto.


La narración está dominada por los impulsos pasionales y emocionales de sus personajes, caracterizados como viene siendo habitual en el autor de Hierro 3 por ser seres traumatizados acometiendo acciones que se escapan a la lógica, guiados absolutamente por los instintos más primarios del ser humano. En Moebius no hay lugar para medias tintas. Los personajes solo se relacionan para demostrar afecto u odio en un apasionante festival de gemidos y lamentaciones en el cual la palabra no tiene cabida. Todos estos aspectos remiten inevitablemente a los pasajes más salvajes de La isla, su hipnótica  y silenciosa historia de amor sado-masoquista en la que los anzuelos hacían auténticos estragos en un idílico entorno de casas flotantes para pescadores.


Mantener una película con la ausencia absoluta de diálogos se antoja complicado, pero el director coreano vuelve a demostrar su portentoso expresionismo narrativo. Sus deprimidos protagonistas en La isla, Hierro 3, o El Arco apenas articulaban palabra a modo de rechazo por la vida que les había tocado sufrir, pero ese silencioso proceder contrastaba con la elocuencia verbal de los secundarios, que hablaban por los codos. Aquí, por el contrario, tal y como hizo en Amén, su obra más cuestionada por la crítica, se despoja plenamente de la palabra, que solo es utilizada en forma de texto en los momentos en los que el padre de familia lee en internet para informarse si hay alguna opción para su hijo de recuperar lo perdido. Ki-duk logra que no echemos de menos las voces, aunque hay situaciones que se antojan fuera de lugar, como el hecho de que en la comisaría de policía no haya intercambio verbal con las fuerzas de seguridad en una acusación de violación con varios implicados.


La última criatura fílmica de Ki-duk está voluntariamente descuidada en el plano formal, con un aspecto casi tan amateur como en Amén, pero con la gran diferencia de que aquí, afortunadamente, se ha dignado a editar el audio y su visionado resulta mucho menos crispante. Cuesta acostumbrarse de inicio a sus movimientos de cámara abruptos y nerviosos, así como al uso de zooms alocados al más puro estilo Sang-soo, filmados con una cámara digital bastante modesta que muestra una iluminación exagerada cuando es de día y una luz artificial que brilla por su ausencia en las escenas más oscuras. Personalmente, hubiese preferido que hubiese seguido la senda estética de sus trabajos con un estilo más cinematográfico, pero ese notorio aspecto austero no desentona en absoluto con el auténtico protagonista, el cariz sórdido de la narración. En el plano interpretativo, Ki-duk  vuelve a contar con Jo Jae-hyeon, actor fetiche en sus comienzos, protagonista de Bad Guy y Crocodile, y con un papel importante en Domicilio Desconocido, uno de los filmes más consistentes del autor coreano. Su actuación encarna a la perfección el sentimiento de culpa de su personaje respecto a la tragedia personal de su hijo. La actriz Lee Eun-woo interpreta a la madre y a la tendera de un modo tan sorprendente que no me percaté hasta ver los créditos finales que se trataba de la misma actriz, aunque sus voluptuosos senos resultan bastante sospechosos, especialmente teniendo en cuenta que las mujeres asiáticas no acostumbran a tener esas dimensiones descomunales. El joven Seo Young-ju no desentona en absoluto en su primera actuación para el cine y consigue llevar buena parte del peso de la silenciosa narración con solvencia.


Queda claro que el peculiar director coreano no se encuentra, psicológicamente hablando, en uno de sus mejores momentos, como ya dejó entrever en aquel curioso y «ombliguista» documental titulado Arirang. Sin embargo, tras tocar fondo con la posterior Amén, da la sensación de que su lenguaje cinematográfico ha vuelto a encontrar el equilibrio perdido en los últimos tiempos optando por la vía más transgresora y rehuyendo absolutamente del lirismo que tanto le caracterizó en su etapa más reconocida en los festivales. Pietà dejó claras muestras de recuperación del Ki-duk más repudiado, que curiosamente es el que más me atrae, pero con Moebius ha ido un paso más allá para recuperar el trono de «enfant terrible» del cine coreano con una obra tan imperfecta como contundente, que probablemente provocará el rechazo mayoritario del público más conservador que acuda atónito a su apoteósico arranque y su incendiario desarrollo, dignos del Takashi Miike más desbocado.


NOTA: 7,5/10 

martes, 4 de febrero de 2014

Pietà (Kim Ki-duk, 2012)

Kim Ki-duk inició su extensa trayectoria en el mundo del celuloide con Crocodile, claramente inspirada en Los Amantes del Pont-Neuf (la obra más lograda de Leos Carax), de la que el coreano siempre se ha declarado un ferviente admirador (también suele mencionar a otro cineasta francés -Jean Luc Godard- como fuente de inspiración). El coreano es un director autodidacta con un universo muy peculiar (un autor de quien ya he publicado dos reseñas de sus películas anteriormente), pero fue aprendiendo el oficio a base de rodar películas a una velocidad vertiginosa. Su filmografía está compuesta por diecinueve películas (dieciocho en los tiempos de la cinta que nos ocupa, que se encarga de recordarnos de un modo casi bochornoso en un cartel en los créditos iniciales) rodadas a un trepidante ritmo (hubo un año en el que casi rivalizó con el incombustible director nipón Takashi Miike, en el que llegó a firmar tres películas). Su interés por mostrar personajes marginales y traumatizados a través del dolor le convertirían en un director algo inaccesible para el gran público durante su primera etapa y parte de la segunda.


En  la primera mitad de Pietà deja una notoria sensación de que nos encontremos ante una de sus primerizas películas antes citadas, pero en este caso aderezadas con el buen hacer visual adquirido durante su prolífica carrera como cineasta. Unos amateurs primeros trabajos que se caracterizaban por el uso de la violencia extrema (con un acompañamiento musical más principiante y chirriante si cabe), no exenta de pequeños hallazgos visuales, que más adelante serían la base de su imaginería a partir de La Isla (Seom), la película que marcó un salto de calidad definitivo en su estilo y que le dio a conocer internacionalmente en el ámbito festivalero europeo. Años después, en su periodo más exitoso en cuanto a aceptación popular (Primavera, verano, otoño, invierno... y primavera y Hierro 3), suavizaría esa violencia y el aspecto visual y poético predominaría claramente sobre el resto.


Tomando su nombre de la escultura de Miguel Ángel de María sosteniendo el cuerpo de Cristo (símbolo del amor materno-filial), Pietà es una alegoría religiosa en la que el director coreano sigue las hazañas de un personaje sin escrúpulos que se dedica a cobrar préstamos. Kang-do aparece inicialmente en pantalla en la cama dándose placer a sí mismo de una manera muy animal mientras duerme, que unido a su crueldad hacia los trabajadores aterrorizados que visita, a los que mutila sin ningún remordimiento para poder conseguir dinero del seguro médico, nos deja a las claras la catadura moral del personaje. Se trata de un ser solitario que trabaja para un prestamista, cuyo cometido es cobrar los intereses a los desesperados deudores, todos ellos trabajadores en una situación de precariedad económica absoluta. Los métodos de cobro empleados por Kang-do son de una violencia y de una degradación moral aterradoras. Un día, aparece en su vida una mujer que se presenta diciendo que le había abandonado cuando nació tres décadas atrás, asegurando que es su madre. Kang-do, reticente en un principio, se ve obligado a recapacitar sobre su violento modus operandi laboral.


Ki-duk nos obsequia con un duro y oscuro drama urbano sobre las perversiones a las que nos lleva el cada vez más despiadado capitalismo y sus funestas consecuencias sobre las relaciones humanas, retratando sin concesión alguna las miserias humanas dentro de la crisis económica galopante que nos está tocando sufrir, en el marco de una historia de odio y de venganza llevados al límite, tan excesiva y desmedida, que sólo un autor con  la capacidad narrativa y visual del director de Hierro 3 es capaz de intentarlo y salir vivo del envite. Su dirección en Pietà destaca por la capacidad que tiene de narrar una historia aparentemente inverosímil (como sucede en la mayoría de sus premisas en su larga carrera), absolutamente cruel y triste, sin que el artificio argumental influya en el extraño vínculo emocional que se establece con la audiencia. El filme plantea múltiples cuestiones y reflexiones, además de colocar al espectador en situaciones asfixiantes, que durante la primera parte de la narración pueden resultar casi grotescas e insoportables para los más despistados con su sórdido universo, pero que se antojan necesarias para enfatizar la catarsis a la que se verá avocado el despiadado torturador, y la ciega compasión que su madre siente por él.



La fascinación por la violencia y el dolor tan comunes en el cine asiático, utilizados para expresar, incluso, los sentimientos más cariñosos, vuelven a estar presentes en todo momento en su imaginería. SPOILER Hay un par de escenas marca de la casa del Ki-duk más enfermizo y repudiado que permanecen en la memoria del espectador: La primera es la violación incestuosa (un detalle que explora con mayor grado de transgresión en su reciente y censurada Moebius) a la que somete a la madre en uno de sus primeros encuentros. Kang-do se desfoga sexualmente con ésta y le pregunta sin ningún rubor: «¿Salí de aquí seguro? Entonces ¿Por qué no puedo entrar de nuevo?». En la segunda escena escabrosa el hijo corta un trozo de carne que se intuye  que puede ser un dedo de su pie, y ordena a la mujer que se lo coma para probar su amor. A pesar del mal rollo imperante, hay momentos en los que aligera la tensión con fases muy cómicas, como el paseo de la pareja protagonista en el que madre e hijo disfrutan de los años perdidos de la infancia de Kang-do. FIN DEL SPOILER


Cuando bien avanzado el metraje llega el inesperado giro argumental (que no desvelaré para quien no haya visto la película), la obra adquiere un tono más sutil y accesible. Es aquí cuando nos remite al Kim Ki-duk más sugerente de sus trabajos con mayor repercusión mediática. caracterizados por un lirismo que aquí, sin embargo, se muestra con cuentagotas y desaparecería por completo en su siguiente obra. Una poesía visual que en su última etapa se percibía bastante forzada, impostada y hasta cursi (El Arco, Time, Breath, y muy especialmente en Dream) aunque seguía mostrándose resultona pese a abusar reiteradamente de los auto-homenajes. Además de su sello incorruptible, parece como si en Pietà hubiese tomado nota del estilo más comercial de sus compatriotas compañeros de generación - Park-Chan-wook y Bong Joon-ho- en La trilogía de la venganza y Mother respectivamente, logrando un thriller que funciona incluso como entretenimiento a pesar de su extrema crudeza e incomodidad.


Formalmente, se trata de una obra con mucho mejor acabado que su incendiaria propuesta posterior, en la que se decidió por una modesta cámara digital, aunque comparten el nerviosismo en sus movimientos. Destaca el buen uso del deprimente entorno que ayuda a mostrar la precaria situación de los desfavorecidos que sufren la visita del despiadado representante del prestamista. Respecto a su última película (y a buena parte de su filmografía) sorprende un mayor uso de los diálogos, sin que ello signifique que pierda su habitual estilo expresionista, amparado plenamente en las miradas y los gestos. El director coreano siempre se ha sentido un incomprendido en su Corea del Sur natal donde su film más exitoso en taquilla llegaría de la mano de Bad Guy (seguramente debido a la presencia de un actor muy popular en su país por aquel entonces a quien utilizó recientemente en Moebius). Da la sensación que aquí haya querido asegurar su cartera dando el papel protagonista a Lee Jung-Jin, también muy popular en Corea con una carrera bastante alejada del cine de autor. El actor coreano sale claramente derrotado del duelo interpretativo ante la inmensa Jo Min-Su, que se como la pantalla desde su primera aparición, pero mantiene el tipo decentemente para ser un actor de estas características.


La penúltima película de Kim Ki-duk y la posterior e irreverente Moebius suponen sus obras más apetecibles desde Hierro 3, aunque no llegan al nivel de sus mejores trabajos (La isla, Domicilio Desconocido y la citada cinta del ocupa fantasmagórico), que da la sensación de que supusieron su cenit como autor. No obstante, tras su descafeinada etapa antes de esta incursión (con una crisis personal que le mantuvo tres años sin rodar tras un accidente de una actriz en la irregular Dream) y el poco inspirado experimento vacacional de Amén (su anterior y repudiado trabajo) suponen un claro halo de esperanza para la recuperación definitiva de uno de los autores más personales, provocadores, y prolíficos que ha dado el cine en el presente siglo.

NOTA: 7,5/10

lunes, 28 de octubre de 2013

La isla /Seom (Kim Ki-duk, 2000)

Kim ki-duk es uno de los autores más originales y prolíficos que han surgido del cine coreano y del cine asiático en general en el presente siglo, con una filmografía que abarca títulos altamente recomendables como “Domicilio desconocido”, Hierro 3, Primavera, Verano, Otoño e Invierno…, Samaritan girl, y la cinta que nos ocupa, Seom (La isla), su quinta película que le dio a conocer en occidente por su elevado grado de impacto (se comenta que durante su proyección en el Festival de Venecia hubo varios desmayos, y que también causó estupor en el festival de Sundance). A pesar de que recientemente levantó el vuelo con Pietà, en los últimos años su trayectoria se había estancado, repitiendo esquemas hasta la extenuación, pero hasta en sus obras menos inspiradas (su segunda película, Wild animals, o las más recientes Dream o Amén) hay un poso de buen hacer cinematográfico, con una visión muy particular y sugerente; en la cual la inverosimilitud habitual de su artefacto narrativo no influye en el desconcertante vínculo, entre fascinación y rechazo, que se establece con el espectador. Su interés por mostrar personajes marginales y traumatizados acometiendo acciones que se escapan a la cordura, le convierten en un director algo inaccesible para el gran público, aunque a partir de la posterior ”Domicilio desconocido” (otra de sus películas más dolorosas y despiadadas) su lenguaje se fue suavizando, sustituyendo parte de la violencia explícita por mayores dosis de simbolismo, con un tono más accesible y con menor grado de perturbación.


En la isla a la cual hace referencia el título vive una solitaria y silenciosa mujer que regenta un negocio de alquiler de pequeñas casas flotantes para practicar la pesca, en el que los inquilinos también reciben la visita de prostitutas para saciar sus picores. La protagonista también hace sus pinitos de noche como prostituta a tiempo parcial al servicio de los primarios pescadores, carentes de cualquier atisbo de escrúpulos. La llegada de un fugitivo que se esconde de la policía, un individuo con intenciones suicidas, cambiará el estado de perpetua depresión y monotonía en el que se halla. Los dos personajes principales de Seom están dominados por sus temores y ofuscaciones, repletos de celos, de sufrimiento, de culpa, y de oscuridad, que solo parecen atenuar ligeramente con el sexo, presentado con una imagen poco idílica (en el primer encuentro sexual entre ambos, tras unos tocamientos románticos, el fugitivo se lanza brutalmente sobre la silenciosa dueña de las instalaciones y casi consuma una violación). Entre ambos nace un extraño vínculo de dependencia que les lleva a coquetear con el sado-masoquismo, que da la sensación de ser utilizado como una forma de mitigar el dolor sufrido por los personajes en el pasado,  como si fuese un doloroso previo peaje para alcanzar la redención y expiar sus culpas.


La belleza que propician las hipnóticas casas de colores flotantes sobre el azul del agua del lago y el gris auspiciado por la presencia abrumadora de una niebla muy espesa, dejan claras señas del pasado de Ki-duk como retratista en las calles de París antes de dedicarse al cine. El director coreano se hace valer formalmente de geométricas perspectivas a ras de suelo, a lo Ozu, pero con el añadido de estar constantemente flotando en el agua; un detalle que provoca una constante sensación de sugestión. La cinta cuenta con un aspecto visual poderoso, destacando el uso prodigioso del agua, del espacio, un lirismo muy estético de corte metafórico, y un excepcional tratamiento del sonido y los silencios. Por encima de todo destaca su atmósfera plenamente dominada por un escenario tan especial, pocas veces visto en pantalla; que unido a la enfermiza relación carnal y posesiva de nuestra silenciosa protagonista (próxima al cautiverio psicológico hacia su amado), remite levemente a La mujer de la arena de Iroshi Teshigahara, una de las películas con un entorno más absorbente y claustrofóbico que se haya visto en una pantalla, dotada de una excitante sensualidad , aunque el escenario de Seom posea un cariz más idílico que en el filme japonés. 


Algunas de las constantes analogías sobre el aislamiento y el dolor, como en buena parte de la filmografía de ki-duk, son demasiado obvias, pero no molestan excesivamente gracias a la potencia que desprenden sus evocadoras imágenes en la recreación de éstas. Toda esta belleza contrasta con elementos visuales transgresores e inusuales (hay un primer plano de una defecación con la perspectiva vista desde el agua) y ultra-violentos (las escenas con los anzuelos son de las que dejan huella). Su ritmo es deliberadamente pausado, sin apenas diálogos (sólo articulan palabra los pescadores y las prostitutas en unas conversaciones bastante banales y soeces). La isla es uno de los filmes del coreano que mejor utiliza su contradictoria dualidad, moviéndose catárticamente entre la belleza y la despiadada crueldad. También sorprende con guiños al cine fantástico y de terror (la protagonista se desplaza por el agua como si fuese una sirena siniestra y despechada, con muy malas intenciones), e incluso al gore con los auténticos protagonistas del filme junto al líquido elemento: los citados anzuelos.


A simple vista, el cine de Ki-duk  (y muy especialmente en la primera mitad de su filmografía con el tema recurrente de la prostitución) creó polémica entre los sectores más sensibles, acusado injustamente de ser misógino por la forma tortuosa, casi religiosa, de hacer sufrir a sus personajes femeninos, cuando precisamente quien suele salir peor parado es el género masculino, puesto en evidencia por utilizar a la mujer como un fetiche con el cual se desfoga en todos los sentidos. En ese aspecto se le podría comparar con el danés Lars Von Trier, otra gran castigador de mujeres en sus películas que pese a la inevitable etiqueta de misoginia que le acompaña también dota a las féminas con mayor sensibilidad frente al dominante y la mayoría de las veces violento género masculino. El coreano también recuerda a Michael Haneke por la obsesión de recurrir frecuentemente a mostrar el sufrimiento de los animales, usándolos como catalizadores de las miserias humanas, siguiendo los mismos tortuosos caminos que los humanos, y muy especialmente las mujeres. 



Un dolor animal cuya apoteosis llegó con Domicilio Desconocido, utilizando como escenario principal del filme un matadero de perros. A diferencia de la citada película, en Seom no aparece el tranquilizador cartelito de “En esta película no se infringió daño a un animal”. Resulta especialmente discutible el dolor real físico con el cual se castiga a los pobres animales, especialmente en la secuencia en la cual un pescador hace rebanadas de Sashimi de un pez recién capturado, para posteriormente ser devuelto mutilado y con vida al agua. Unas escenas que por muy análogas que sean con la situación de sus personajes, pierden parte de la esencia del mensaje crítico hacia el maltrato de animales por parte del ser humano, que posteriormente también indagaría de un modo más sutil y acertado en la más asequible y menos transgresora “Primavera, verano, otoño..."


Otro de los puntos fuertes del filme es la elección de Jung Suh para el papel protagonista. Una actriz que consigue transmitir con vehemencia todos sus estados de ánimo sin mencionar una sola palabra durante todo el metraje, si obviamos un chillido que emite en la parte final por culpa de experimentar con los anzuelos de marras. No es la primera vez en la filmografía del coreano que su protagonista permanece sin articular palabra. En Bad guy o Aliento los personajes principales tenían problemas reales con la voz; no obstante, aquí (como también sucede en Hierro 3 y El arco) se intuye que ese silencio es consecuencia de la desesperación y las circunstancias por las que les ha tocado pasar; como si enmudecieran a modo de renuncia por el estado depresivo en el que se encuentran por culpa de su vacío existencial. 


Uno de los escasos aspectos negativos del filme junto al maltrato de los peces es el horroroso uso de la música que tanto caracterizó a las primeras obras del director de Bin-jip (Hierro 3). No obstante, a partir de esta obra mejoró notablemente en ese sentido. Desconcierta sobremanera que esas imágenes tan hipnóticas no tengan el acompañamiento musical adecuado, e incluso que se empecine en usar música cuando sus capturas suelen hablar por sí solas, pero no se lo tengo demasiado en cuenta por ser tan atrevida y además poseer un valor sentimental tan elevado al ser la primera película coreana que tuve el placer de ver hace más de una década, intrigado por los elogios del siempre chillón Carlos Pumares, que aparecían en la carátula de su edición en DVD para España.

NOTA: 9/10