Del intransferible estilo de Tsai Ming-liang (uno de los principales iconos de este blog) ya me extendí en los textos de The River, Walker y Stray Dogs, por lo que intentaré no repetir demasiados conceptos; un aspecto que se antoja bastante complicado teniendo en cuenta que nos hallamos ante un autor con unas constantes, unas situaciones y unos personajes muy definidos, y un acabado formal también muy específico, que dan cuerpo a una filmografía indisoluble en la que en cada proyecto va introduciendo pequeñas pinceladas para evolucionar ligeramente su semántica. El sabor de la sandía (The wayward cloud, que traducido al español sería la nube errante), cuyo título no tiene nada que ver con el original y parece querer aprovecharse del exótico nombre de dos ilustres obras del cine asiático (El sabor del Sake de Ozu y El sabor de las cerezas de Kiarostami) está dividida en tres tipos de secuencias claramente diferenciadas, y forma parte de una especie de trilogía que sigue las andanzas de dos personajes. De todos modos, las tres películas se pueden ver individualmente sin perderse grandes detalles de la trama, e incluso sin un orden concreto.
La serie se inició con la divertida ¿Qué hora es?, uno de sus mayores logros que muestra la historia de un joven vendedor ambulante de relojes y cómo éste queda prendado de Los 400 golpes de Truffaut y de la capital francesa gracias la atracción que procesa hacia una joven que acababa de conocer justo antes de que ésta se marchara de vacaciones a París. La historia continuó con el mediometraje The skywalk is gone, en el que la chica ha regresado de su poco glamuroso viaje y observamos cómo busca al personaje de Kang-sheng, pero se frustra al percatarse de la desaparición del puente donde le conoció. Por otro lado, somos testigos de una entrevista de trabajo donde le ofrecen al vendedor ambulante trabajar como actor porno. Las andanzas de estos dos personajes finalizaron con el filme que nos ocupa, el más polémico y provocador de su trayectoria por la constante y contundente presencia del sexo que impera en esta travesura fílmica; incluso repudiada por algunos seguidores de Tsai Ming-liang. De todos modos, a pesar de la vital trascendencia del sexo sórdido en el relato, su exposición no resulta demasiado explícita si lo comparamos con los devaneos pseudo-pornográficos de cineastas como Bruno Dumont, Ulrich Seidl o Lars Von Trier.
El filme presenta a los dos personajes citados con anterioridad que se topan un día, por pura casualidad, en la calle; años después de su último encuentro, donde ella le compró un reloj que le marcaba la hora de París y Taipei antes de viajar a la capital francesa. La ciudad sin nombre (aparentemente Taipei) está acuciada por una prolongada sequía durante un verano más caluroso de lo habitual. Los medios informativos de la nación, casi siempre con vital trascendencia en el universo del director asiático, se dedican a informar sobre las diferentes maneras para ahorrar agua, y recomiendan consumir el zumo de sandía para substituirla y evitar la deshidratación de sus habitantes. La carencia de agua provoca la venta masiva de la sabrosa fruta roja con la cual la población se alimenta de diferentes maneras. El relato se centra en el lento acercamiento y la atracción mutua que se establece entre estos dos melancólicos personajes. Entre ambos crece un extraño vínculo de dependencia. Como cité en el prólogo, el personaje interpretado por Kang-sheng se ha convertido en un actor pornográfico que participa en películas de muy bajo presupuesto que tienen lugar en el mismo edificio donde vive la chica (una excelente Chen Shiang-Chyi), pero ella desconoce su nueva actividad. En esta nueva relación, el actor parece incapaz de expresar su atracción sexual hacia su amada debido a lo agotador de su peculiar empleo, por el que no parece sentir ninguna simpatía.
Ming-liang nos obsequia con otra de sus miradas introspectivas sobre el ensimismamiento de la conciencia humana de unos seres que deambulan por la vida sin rumbo, buscando en vano el contacto humano. Unos personajes dominados por las obsesiones y la confusión de los sentimientos, que nuevamente renuncian casi por completo a la comunicación oral y sólo parecen guiarse y motivarse mediante los instintos más primarios: el sexo, la comida, la bebida, la excreción de estos dos últimos, el acto de dormir y las fantasías. El sabor de la sandía (rodada en 2005) también vuelve a incidir en el nexo que se establece entre sus deprimidos personajes con el entorno agobiante en el que habitan, con el cual se relacionan siempre de un modo tan torpe como divertido. La actividad pornográfica del protagonista, la irreverente presencia frutal en las escenas que muestran el rodaje de las películas y los excéntricos números musicales que invaden la pantalla otorgan un pronunciado aire cómico a la experiencia, aunque (como comentaré más adelante) la cinta cuenta con una penúltima secuencia brutal, no apta para estómagos sensibles.
El director asiático, tal y como hizo en la brillante The hole, vuelve a utilizar gran cantidad de números musicales para mostrar el contraste del mundo real con el onírico y expresar los sentimientos de sus alienados personajes. De hecho, es en estos momentos irreverentes donde básicamente expresan algún tipo de emoción y alegría por su existencia; aunque en la relación entre los dos tortolitos surgan unas sonrisas y un buen rollo poco frecuente en las desangeladas relaciones mostradas en las obras de Ming-liang. Las fases oníricas quizá no calen tanto como las mejor implementadas (y más sutiles) vistas en The hole, pero su voluntario enfoque kitsch y extravagante, siempre transitando peligrosamente al borde del ridículo, consigue que se disfruten sin pestañear. Observar el movimiento de unas chicas en un lavabo ataviadas con un cubo en la cabeza alrededor del protagonista disfrazado con un glande “plastiquero” en su cabeza no se ve todos los días, y la unión con los temas musicales, a medio camino entre la música pop de los 60 y ligeros ecos de la tradicional de Taiwán, dotan al filme con un aire muy singular y marciano. Aunque el minoritario director malayo afincado en Taiwán acostumbre a distanciarse del exotismo que suele acompañar a cierto cine asiático para comercializarse en occidente, resulta incuestionable que en esta ocasión sacó partido de la idiosincrasia de la propuesta para estrenarla en España, e incluso obtuvo una recaudación inusitada en su país para una película de arte y ensayo.
La escasez de agua es utilizada por el director taiwanés de origen malayo con simbolismo para expresar las carencias emocionales de sus errantes espectros en un mundo en el cual la pornografía da la sensación de ser la única manera de saciar sus ansias de placer y su frustración. El líquido elemento cobra una vital importancia en todas sus historias mínimas; siempre mostrado como el causante de diferentes conflictos; especialmente la de la lluvia omnipresente de Taipei que tanto agobiaba al padre en The river en forma de goteras, como a los solitarios seres que sufrían el apocalíptico virus en The hole bajo la intensa lluvia que volvía locos a sus habitantes, y al reducido grupo de extraños personajes de Goodbye Dragon Inn que se refugiaban de ella en busca de algún tipo de conexión durante la última proyección de un viejo cine que cerraba definitivamente sus puertas. En esta ocasión el agua aparece como un bien escaso, pero sigue flotando en el ambiente durante toda la narración: la chica recopila de un modo obsesivo botellas vacías y las llena con agua que roba de los lavabos públicos; mientras que el antiguo vendedor ambulante trepa por los tejados de los edificios para bañarse de noche con el agua de los surtidores. Incluso en las películas pornográficas tiene una repercusión sórdida con el uso de agua sucia para simular los efectos de una ducha cuando se quedan sin botellas.
A pesar de no traicionar su narrativa desafiante para el espectador a través de su característico ritmo, El sabor de la sandía es una de las obras con más movimiento y un montaje más ágil del director asiático, y supuso en su momento el punto más colorista y estilizado de su personal puesta en escena y estética, haciendo hincapié en las sombras y en las siluetas de sus personajes en los claustrofóbicos espacios cerrados, utilizando colores tenues y desangelados en la representación de la realidad y chillones en las ensoñaciones; unos detalles que proporcionan auténticos lienzos cargados de excentricidad. La cámara, colocada en los lugares más sugestivos con su habitual sentido geométrico de los espacios (y más cercana a los rostros de lo habitual) vuelve a estar fija la mayor parte del tiempo, aunque no renuncia a ligeros movimientos, al contrario de lo que sucede en su etapa más reciente, con Stray dogs como abanderada del inmovilismo del objetivo, en la cual sólo se mueve de un modo casi imperceptible en una escena concreta.
Además de su personal exposición del vacío existencial propiciado por el declive moral y la angustia espiritual de la vida en las grandes urbes, en esta ocasión hay un subtexto que parece reprender la utilización del ser humano (especialmente de la mujer) como fetiche calenturiento en un medio en el que todo vale para la obtención del placer del espectador, que tiene su culmen con una de las escenas más pasadas de rosca y subversivas que ha deparado el séptimo arte, digna del Takashi Miike más desbocado. Una secuencia que sólo pudo ser creada por la delirante y retorcida mente de un director asiático contemporáneo; que ofrece un comportamiento masculino de una misoginia (en la que quien sale peor parado es, precisamente, el género masculino) y una crueldad desorbitadas, pero exterioriza contundentemente la humillación que la pornografía infringe sus protagonistas y lo repugnante que puede llegar a ser la condición humana en determinadas circunstancias.
No acostumbro a explayarme sobre las escenas finales en estas reseñas reivindicativas, pero en esta ocasión no puedo evitar comentar el último cuarto de hora de la película. OJO SPOILER- Ming-liang exhibe a una actriz pornográfica inconsciente (probablemente muerta) que es fornicada sin rubor para culminar la película. El personaje de Chen Shiang-Chyi, tras el estupor inicial mientras observa la pasión necrófila a través de una rendija, acaba mostrando una complicidad mirona y decide poner voz a los sonidos de placer que la actriz porno en estado vegetativo no puede emitir, para ayudar a su amado a llegar al orgasmo. Tras esta incómoda fase, el pene del actor se deposita en la boca de su amada, y la cinta se cierra con la unión entre una lágrima de la chica con el sudor de Kang-sheng. El significado que subyace en el epílogo es muy ambiguo, y puede prestarse a varias lecturas, pero no cabe duda de que consigue un resultado dolorosamente hermoso, muy en la línea de las sensaciones que generan los epílogos de The hole, No quiero dormir solo y Stray dogs, pero con una mirada mucho más erótica y grotesca, con la felación como desconcertante y poético medio expresivo. - FIN DEL SPOILER
Aunque el roce y el ansia sexual siempre aparecen en la filmografía de Tsai Ming-liang como termómetro de toda su alienación, expuesto como un lance deteriorado en el cual se entremezcla la fogosidad por saciar las ansias sexuales y la urgencia para apaciguar el vacío existencial (si obviamos Stray dogs, donde la presencia infantil y la empanada que lleva el personaje de Kang-sheng no incitaban a su aparición) nunca había tenido tanto espacio en la narración. En El sabor de la sandía vemos varios clichés del género que retrata de forma paródica (enfermeras calenturientas, multitud de gemidos, lametones sexis) con el apoteósico añadido, especialmente en las secuencias iniciales, de todo tipo de simpáticas aberraciones eróticas con la sandía (como el momento de fornicación con la cascara de la fruta en la cabeza del personaje de Kang-sheng o la simulación de una apasionada masturbación femenina y un curioso cunnilingus con la sabrosa fruta veraniega que ya había sido utilizado por Ming-liang como amorosa fruta en Vive l’ amour). La imagen del sexo en la película nunca aparece como algo idílico y representa tenazmente el desarraigo de una sociedad abatida, vacía y superficial, dominada por el comercio de los sentimientos; que aumenta la frustración entre sus habitantes.
Como siempre, uno de los mayores logros del lenguaje de Tsai Ming-liang es la transmisión de infinidad de sensaciones mediante multitud de extrañas analogías sobre el aislamiento de estos cuerpos espectrales sin rostro, sin diálogos (si obviamos a los medios informativos y al rodaje pornográfico), con un argumento que casi brilla por su ausencia, una narrativa que se distancia combativamente de la del cine convencional, y total ausencia del subrayado musical cuando recrea la realidad, centrándose en las acciones más cotidianas y banales de sus personajes: además de las estridentes escenas sexuales con las sandías se les ve vegetando tirados en el suelo, durmiendo a pierna suelta en los bancos de un parque, fumando cigarrillos como carreteros, cocinando cangrejos vivos en un evidente homenaje al Annie Hall de Woody Allen, coqueteando sutilmente debajo de una mesa y vagando por escaleras, pasillos y ascensores eternos, que junto a la presencia de una maleta que no pueden abrir, fortifican la sensación de aislamiento, de la imposibilidad para huir de las barreras que propician su desesperada situación emocional. Estas circunstancias siempre dotan a sus relatos de un insólito y estimulante lirismo, y ayudan a que los personajes desplieguen su personalidad espontáneamente en su desarraigado vía crucis espiritual, aunque Ming-liang suela renunciar a intentar generar empatía con el espectador medio por culpa de las poco populares, y muchas veces incongruentes, acciones de sus almas en pena.
Su séptimo largometraje se aventura en inesperados terrenos, usando algunos procedimientos que no estaban presentes en su imaginería anterior, pero que componen con brillo una experiencia que deja marcado, para bien o para mal, y no provoca indiferencia en quien se enfrente a ella. No obstante, ha de ser observada con la mente abierta y libre de prejuicios porque transita entre los límites de la cordura y de lo políticamente correcto con un mensaje libertino y críptico que plasma su procedimiento desde las entrañas, suavizando el concepto de la neurosis y el de los tabúes de la sociedad. De lo que no cabe la menor duda es que nos encontramos ante una propuesta que logra cambiar completamente la percepción del espectador sobre la imagen de la sandía; muy en la línea de lo que sucedió posteriormente en Killer Joe de William Friedkin con los muslos de pollo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario