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lunes, 4 de mayo de 2015

Pickpocket (Robert Bresson, 1959)

“Oh Jeanne, qué camino tan extraño he tenido que tomar para encontrarte”. Con esta cita tan poderosa, con ese beso apasionado (a la manera "bressoniana", se entiende) se cierra Pickpocket y al mismo tiempo queda inaugurado el Bresson entendido como tal aunque, bien es cierto, el director francés nunca cesará en su empeño de seguir depurándose estilísticamente. Y quizás, más allá de los modelos, y de la aversión a la “interpretación” en su modo más standard, lo realmente relevante en Pickpocket es el uso de la desnudez y todo lo que conlleva. No se trata tan solo de la asepsis en decorados, o en el contraste más lumínico que oscuro del blanco y negro, no. De lo que se trata es de ver como reflejar dicha depuración, en todos y cada uno de los aspectos del film. Desde la ataraxia en la emoción de los rostros, pasando por el plano detalle de esas manos que se mueven, roban, se tocan, acarician los objetos y a otras manos, todo conduce a una abstracción de lo visual, a una huida constante (no en vano estamos ante un thriller) que no solo es argumental, sino vital, trascendente. Es el extraño camino al que hace referencia el protagonista, esa carrera hacia un punto de fuga que solo puedo ser guiado por un ente superior, cualquiera que sea el nombre que le pongamos.


La emoción pues, no es algo que se encuentre a flor de piel en los fotogramas "bressonianos". Estamos una vez más ante la idea del desnudo entendido no como la ausencia sino como un lienzo en blanco. Lo que Pickpocket transmite, esencialmente en esas miradas perdidas, en la ausencia de gestualidad, en la pose mortuoria, es la necesidad que sea el espectador, actuando como demiurgo, el que llene el vacío, el que pinte, por decirlo de alguna manera, con los colores que el fatum parece haberle negado sus protagonistas. Claro está, que todo ello, no es concerniente en exclusiva para este film. Sin embargo su importancia es capital, puesto que sienta las bases de lo que estará por venir.


Lo exclusivo, en cierta manera de Pickpocket, es que por primera vez una ideología concreta, una manera de ver el cine (que en el caso de Bresson aún va más allá al negar el propio concepto “cine”) es trasladada exitosamente del marco teórico a la pantalla, anticipándose a los jóvenes turcos de la Nouvelle Vague. Pickpocket es, de alguna manera, una metáfora sobre transferencias. El robo, como método, es el sistema básico y superficial de obtener una ganancia, cierto. Pero también es el método, ese camino extraño declamado al final, para la realización de un sueño romántico apenas mostrado pero palpable. 


Y sí, fundamentalmente estamos ante un cine de transferencia bidireccional entre la pantalla y el espectador, un sistema de bombardeo de conceptos elididos, de fueras de campo visuales y emocionales con destino más al córtex cerebral de la audiencia que a la cornea. Un auténtico estudio científico de planificación, de lógica, de estructuración. Bresson demuestra que las emociones no son lo mismo que la emotividad, que lo que dicta el corazón puede trascenderse, y ponerse en imágenes, desde la fría concepción  lógica, desde lo empírico. De hecho no es difícil imaginarse al director francés más con un microscopio que con una cámara, como un científico mirando a sus personajes como moléculas, al espectador como conejillo de indias. Indagando, creando. Trascendiendo.


Escrito por Alex P. Lascort



sábado, 14 de febrero de 2015

Los conspiradores del placer (Jan Svankmajer, 1996)

Jan Svankmajer es un influyente artista multidisciplinar (escultor, marionetista, coleccionista de rarezas y escritor) vinculado al movimiento surrealista checo desde sus inicios y conocido internacionalmente por sus filmes, en los cuales suele combinar animación e imagen real al amparo del Stop-motion, una técnica que consiste en simular el movimiento de objetos estáticos a través de una secuencia de imágenes fijas manipulando un objeto plano a plano. El director checo lleva en el mundo del cine desde 1964 (aunque no dirigió un largometraje hasta 1988) con una imaginación desbordante, utilizando como personajes (especialmente en sus innumerables cortometrajes y en sus dos primeros largometrajes) a marionetas, figuras de barro y plastilina, muñecos, esqueletos de animales, filetes de carne, tubérculos, prendas de vestir y  todo tipo de objetos caseros; al servicio de potentes experimentos visuales plagados de simbolismos sobre el aislamiento, la manipulación y la burocracia, recreándose en el  deseo sexual, los sueños, los desmembramientos, la descomposición alimenticia, la muerte, y gran variedad de simpáticas y macabras aberraciones  que le otorgan una personalidad única a pesar de lo rudimentario que pueda parecer esta técnica comparada con el realismo de las nuevas tecnologías. Su siniestro y rebuscado estilo (que ha influido notoriamente, entre otros, a los hermanos Quay, a Terry Gillian en los dibujos de los Monty Python y a Tim Burton en sus inicios) deja bien a las claras que tuvo que lidiar con imaginación contra la censura de su país durante un largo periodo de tiempo.


Entre sus más de treinta cortometrajes, aunque casi ninguno tiene desperdicio, destacan Comida, Dimensiones del diálogo (Posibilidades de diálogo) y Oscuridad, luz, oscuridad, tres trabajos inspiradísimos en los que demuestra todo su talento con el Stop-motion y su alocado sentido del humor jugando con las formas del barro, de la plastilina y la trasformación humana. En sus seis largometrajes (de los que me voy a extender un poco, ya que por algo le he dedicado un ciclo intensivo) se ha caracterizado por adaptar la literatura y los cuentos populares a su personal mirada. En los dos primeros (Alice y Faust) dotó de un cariz muy siniestro, con su habitual imaginería sórdida, a las populares obras de Lewis Carroll y Goethe. Posteriormente realizó Los conspiradores del placer, otorgando más trascendencia a la presencia humana, que seguiría explorando en la tronchante Otesánek (El pequeño Otik) con una historia inspirada en un cuento popular de la Europa del Este sobre un matrimonio que no puede tener hijos y adopta un bebé leño, y en Lunacy (Sílení), una provocadora propuesta que funde el universo de Edgar Allan Poe y el del Marqués de Sade para deparar atractivas consideraciones sobre los conceptos de cordura, locura, vicio y virtud. En Sobrevivir a la vida realizó su largometraje con mayor presencia de la animación en otra meritoria incursión que se interesa por los sueños y el psicoanálisis sin abandonar la mayoría de sus obsesiones (el sexo, la muerte y las cabezas de gallináceos).


Los conspiradores del placer (Spiklenci slasti) se abre con cuadros, aparentemente reales, en los que aparecen gente fornicando, y decadentes y simpáticas imágenes de masturbación y zoofilia que parecen ser conectadas con la exposición del cacao mental de los seis personajes principales de la película (tres hombres y tres mujeres) que desarrollan de un modo obsesivo minuciosos e irreverentes fetiches para llevar a cabo sus alocadas fantasías sexuales, y se ven inmersos en una especie de cadena humana de placer solitario: una cartera del servicio postal hace pequeñas bolas con la masa del pan que ingiere de un modo irreverente por la nariz y las orejas a través de un tubo antes de irse a dormir, para luego expulsarlas al despertar. El pan sirve para alimentar a unos peces grandes de una presentadora de noticias de la televisión que tiene su propia liturgia placentera con los citados animales acuáticos. Su marido roba todo tipo de accesorios para elaborar unos inusitados artefactos con los que frota por todo su cuerpo para alcanzar el éxtasis. Un tendero de una papelería queda prendado por la citada presentadora de noticias de la televisión, y se sumerge en la construcción de un simpático robot masturbatorio con cuatro manos que acopla al televisor para simular una extensión de la periodista. Uno de sus clientes elabora apasionadamente un disfraz de gallo para desarrollar un oscuro ritual con una muñeca muy parecida a su vecina. Finalmente, la citada vecina se desfoga violentamente (a modo de Dominatrix) con otro muñeco, también sospechosamente similar a su vecino, en una especie de templo abandonado. 


El autor checo, creador de minimalistas, sugerentes e inquietantes mundos en los que da gusto perderse, nos traslada a los recovecos menos convencionales de la sexualidad y la psicología humana con otra de sus habituales premisas pasadas de vuelta e improbables que, sin embargo, dejan en el ambiente importantes y extrañas connotaciones metafísicas a merced de un fascinante viaje a las profundidades de la conciencia humana. En esta ocasión depara un sinuoso puzle durante la primera mitad debido al desconcierto que provocan las laboriosas actividades de los seis personajes, donde las piezas van encajando paulatinamente en un relato dominado por impulsos pasionales, sonrisas cómplices, armarios inusitados y situaciones tan inquietantes como divertidas gracias a su habitual extravagancia. Casi todos los objetos cotidianos que aparecen en pantalla (paraguas, pan, ollas, tapaderas, velas, animales, revistas  tecnológicas o pornográficas) tienen una irreverente connotación erótica en la creación de estos extraños rituales de los que no tenemos total conciencia de su magnitud hasta el impresionante climax de la segunda mitad, en el cual observamos con estupor el desquiciante resultado de sus experimentos llevados a la práctica. 


El común naturalismo de sus fases más cotidianas, parece expuesto nuevamente por Svankmajer para lanzar dardos contra la sociedad y señalar lo absurda que puede llegar a ser la conducta humana en determinadas circunstancias. La ambigua lectura que subyace inicialmente puede entenderse como una manifestación de la paranoia colectiva por culpa de la pérdida de rumbo cuando el ser humano centra toda su existencia en un solo aspecto de la vida para combatir la alienación. No obstante, conforme va avanzando, la narración se destapa reafirmando la imperiosa necesidad del deseo y del placer solitario en un mundo que propicia el aislamiento, la deshumanización y la apatía (curiosamente dos de los seis personajes son marido y mujer, pero se montan sus paranoias sexuales en la intimidad, prescindiendo absolutamente de los cariños de su cónyuge). Es de agradecer que el autor europeo no dote al relato con intenciones moralizantes sobre el abuso de las perversiones. Al contrario, parece apoyarlas con vehemencia, atenuando un tema tan impopular y atrevido en el medio cinematográfico con su delirante personalidad, con un subtexto muy libertino que recalca que no hay que avergonzarse del placer onanista, ni de las fantasías y los fetiches por muy ridículos que éstos resulten, aunque estas acciones casi siempre suelan venir acompañadas de la inevitable incomodidad y culpa de quien las práctica. Las perversiones también son utilizadas para expresar el perfil esperpéntico de sus personajes con el enfoque exagerado y caricaturesco de todas sus obras, trasladándonos a un mundo en el que cuesta discernir la estrecha línea que separa a la cordura de la locura. Los excesos placenteros, curiosamente, sirven para humanizarlos con ternura y presentarlos de un modo más cercano de lo frecuente en su ideario porque hasta el más santurrón de los mortales tiene sus placeres secretos en el sexo más íntimo, el de las fantasías.


Uno de los puntos fuertes, junto a su portentosa narrativa, su imaginación y su excéntrico sentido del humor, se encuentra en la manera de exponer la sexualidad y la perversidad con total ausencia de explicitud a la hora de exhibir los órganos genitales. El director de Alice exhibe grandes dosis de lujuria sin necesidad de recrearse siquiera en los desnudos (salvo en los muñecos y en la revista calenturienta) si obviamos el trasero de un par de personajes masculinos en plena apoteosis placentera. Las depravaciones que atentan contra la moral establecida no fueron flor de un día en su imaginería. Posteriormente las trató con la misma valentía y provocación con el anciano que bebe los vientos (a modo de señor de los caramelos) por el cuerpo de la niña en Otesánek (El pequeño Otik). Tampoco tiene desperdicio el desmelene de las veladas nocturnas que se monta el Marqués en Lunacy (Sílení). Por no hablar de la secuencia de Sobrevivir a la vida en la cual un hombre con cabeza de perro se desfoga sexualmente con una elegante caniche que no le hace ascos al asunto. Aquí, además del éxtasis presente en el apoteósico climax, se hace valer de alguna simpática parábola subida de tono, como la del gallo humano que, antes de usar la revista porno para confeccionar su disfraz, desparrama un medicamento efervescente sobre la vagina en la fotografía de una modelo erótica.


A pesar del perfil de animador vanguardista del autor checo, que en esta cinta sólo utiliza con el movimiento de las bolitas de pan, del gallo gigante, y de las dos desconcertantes réplicas humanas con las que se encolerizan ambos vecinos, hay un excelente uso del lenguaje cinematográfico, con una planificación y un montaje muy laboriosos, que ayudan a construir la narrativa a partir de la unión de secuencias individuales muy poderosas conectadas entre sí con maestría, con una enorme creatividad en la elaboración de una puesta en escena misteriosa (como ya había demostrado en En el sótano, otro de sus cortometrajes destacados) y un ingenio muy cachondo a la hora de diseñar los artefactos expuestos. Todo ello con ausencia absoluta de diálogos, pero dotado de un brillante expresionismo narrativo  y unos actores que se enfrentan directamente a la cámara, logrando una intimidad tan ridícula como apasionante con el espectador sin que se resienta en ningún momento su voluntaria renuncia de la palabra como vínculo para aproximar a los personajes y otorgar más sentido a los acontecimientos. Esta arriesgada elección resulta natural porque son escasos los momentos en los que éstos coinciden en pantalla, y cuando lo hacen presenta situaciones que no requieren expresiones verbales. La cámara se detiene en inquietantes primeros planos, utilizados con acierto para expresar la obsesión de los actos y el estado alterado de sus personajes, y con la intención de exponer vehementemente sus gestos cuando coinciden con otro conspirador, o cuando están sumidos en plena apoteosis de placer, recreándose en las expresiones de los rostros, de los ojos, de la boca, del bigote o del sudor de la frente, como suele ser habitual en el autor checo. 


En los créditos finales, el multidisciplinar artista europeo reconoce las evidentes influencias de Sigmund Freud, el surrealista Max Ernst, Luis Buñuel y el Marqués de Sade, pero también hay coincidencias con algunos hallazgos y preocupaciones de David Cronenberg, como la televisión de Videodrome y las perversiones de Crash (precisamente rodada el mismo 1996), sin olvidarnos de la transgresión sórdida y la pasión por la descomposición de Joel-Peter Whitkin (aunque en esta ocasión los desmembramientos, la putrefacción y la presencia alimenticia no tengan tanta trascendencia como en otras obras del visionario cineasta checo). Probablemente, nos encontremos ante el largometraje de Jan Svankmajer en el cual están más equilibradas y mejor ensambladas todas sus influencias y obsesiones, logrando en todo momento que el artificio argumental quede perfectamente articulado con sus potentes y misteriosas imágenes mediante detalles dispersos  y unas psicotrópicas pautas que proporcionan una experiencia única. Una propuesta que, como no podía ser de otro modo, cuenta con un desconcertante epílogo dotado de un elevado aroma fantástico (con reminiscencias de la magia negra) que casa a la perfección con la peculiar idiosincrasia del relato. 


NOTA: 8/10


miércoles, 15 de octubre de 2014

Any way the wind blows (Tom Barman, 2003)

Tom Barman es el líder, fundador y vocalista de dEUS, el mítico grupo belga de rock alternativo creado en 1994. Una banda que tras dos grandes trabajos (Worst case scenario e In a bar, under the sea) caracterizados por la psicodelia y la experimentación,  con claras reminiscencias de Frank Zappa, King Crimson, Tom Waits y Morphine, ha cambiado con frecuencia de formación, mutando hacia un sonido más acústico y con menor riesgo y personalidad, aunque han seguido manteniendo parte de su encanto. Barman estudió dirección de cine en Bruselas y debutó en el medio en 1996 (bajo el pseudónimo de T. B. Ramonam) con el maravilloso Turnpike, un simpático cortometraje de apenas cinco minutos con uno de los mejores temas de dEUS, protagonizado por un pletórico  Sam Louwyck exprimiendo sus dotes de bailarín conceptual. Any way the wind blows supuso el debut en el largometraje del líder de la banda belga, y fue una de las cintas más influyentes de su país en los últimos años, propiciando la proliferación de obras con un tono mucho menos riguroso y trascendente que el de los hermanos Dardenne y su nutrido grupo de imitadores.


La película está ambientada en la flamenca ciudad de Amberes (localidad portuaria natal del director) durante apenas 24 horas de un caluroso día veraniego en la vida de doce personajes. Entre esta extensa galería destacan un investigador joven que roba un virus de un laboratorio de enfermedades tropicales con la intención de crear una obra de arte experimental. Dos jóvenes en constante disputa con la policía. Un individuo que trabaja como proyector en una sala de cine y es despedido por un percance con un rollo. Un matrimonio bilingüe que siempre está discutiendo, cuyo marido es un profesor que intenta hacer sus pinitos en la literatura con poco éxito de ventas. Un tipo extraño que tiene una moto encendida dentro de su apartamento. Un galerista calvo y cocainómano que mantiene una tensa relación con su secretaria y utiliza su posición para aprovecharse de las mujeres. Un fan de KISS que no para de dar la tabarra por donde pasa con su grupo fetiche. Y el personaje más fascinante de la cinta: un misterioso individuo (llamado Windman) que siempre se encuentra en movimiento y posee un poder misterioso e incontrolable que genera la aparición del viento por donde pasa; siempre en evidente estado de perturbación, con la mirada pérdida.


Barman, a pesar de utilizar personajes plagados de taras emocionales que no se encuentran en una situación personal muy brillante (todos transitan a la deriva, sin un objetivo claro en la vida y se caracterizan por tomar, casi siempre,  la peor y la más ridícula de las decisiones), homenajea con una mirada cariñosa a su ciudad natal y expresa con brio la idiosincrasia y el perfil más desconcertante de los habitantes de la ciudad belga, introduciéndonos en una  ágil experiencia coral (a medio camino entre Vidas cruzadas y Trainspotting) en la que expone un lienzo divertido y melancólico, tan ambicioso como caótico, con un sentido del humor muy loco, rematadamente cínico, e incluso misántropo, incidiendo en la imbecilidad inherente al ser humano, la amistad, el amor (y la falta de ambos), la precariedad laboral, y la frustración que genera la descomposición de la mayoría de los sentimientos humanos; planteando más preguntas que respuestas, y dejando multitud de cabos sueltos en una narración (si se le puede llamar así a algo tan caótico y sesgado) atorada de retazos individuales con diálogos memorables y multitud de referencias de la cultura pop: desde Cronenberg, Björn Borg, Andy Warhol, Kofi Annan, hasta el velcro ochentero (uno de los personajes, precisamente, es un gran defensor estético de la denostada década de las hombreras y los elásticos). También hay momentos que recuerdan a los Monty Python: policías yendo puerta a puerta dando a conocer proyectos artísticos de la ciudad, caballos involucrados en accidentes de tráfico que parecen un sueño, y un tipo que bebe whisky por la nariz en plena apoteosis drogadicta.


Hay una inesperada confianza y soltura en la atmosférica puesta en escena de Barman, pese a ser su primer largometraje. Sin duda, el punto álgido de Any way the wind blows se encuentra en la hipnótica fusión de imágenes y música, y a su vez la de éstas con las escenas en las que los diálogos naturalistas cobran fuerza; además de la brillante forma como entrelaza cada una de las viñetas, en las que todo es expuesto como si nos encontrásemos allí mismo. Barman muestra una fresca sucesión de divertidos fragmentos individuales, repletos de magia (que dan la sensación, a veces, de ser improvisados), de la vida cotidiana de personajes de diferentes edades (aunque la mayoría son jóvenes) que a priori  no parecen estar relacionados entre sí, con un equilibrio perfecto entre lo cotidiano y lo irreverente. Algunas situaciones y personajes están conectados entre sí y otras carecen por completo de relación. Otra de sus grandes virtudes estriba en que la mayoría de las circunstancias de carácter absurdo (si obviamos al hombre del viento) tienen lugar en un entorno naturalista con conversaciones llenas de autenticidad a pesar de sus excentricidades. Los diálogos copan gran parte del metraje y están compuestos, básicamente, de frases cortas y expresiones banales y obvias entre los interlocutores, pero que dan mucho dinamismo a la narración.


La música, además de tener una vital trascendencia narrativa en este filme sensorial, está perfectamente implementada, como no podía ser de otra forma viniendo de un tipo que se dedica a la música. Además de componer y cantar en dEUS, el músico belga ha colaborado con DJ Bolland y Peter Vermeersch en la banda electrónica Magnus, que precisamente participa en la banda sonora de una cinta que no disimula en ningún momento la procedencia de su autor con un debut que se encuentra a medio camino entre el cine de corte realista y el videoclip (utilizado en algunas fases para describir la situación psicológica de los personajes), con dos tipos de escenas claramente diferenciadas (Barman ha dirigido los vídeos musicales de su banda, e incluso los de otros grupos musicales de su país y se maneja como pez en el agua cuando la música sustenta la narrativa).


La música y el cine mantienen una relación casi tan turbia como la del deporte (y muy especialmente el fútbol) con el séptimo arte. Sin embargo, en Bélgica parecen haber dado con la tecla para desarrollar propuestas atractivas con un elevado aroma musical, como sucede con Ex Drummer, otra transgresora (y mucho más pasada de rosca) cinta belga, rodada cuatro años después de este fresco debut.  Any way the wind blows cuenta con el aroma marciano característico en algunos filmes del norte y el centro de Europa, y deleitará especialmente a los seguidores de dEUS y Barman, pues  parece una extensión de su propio universo psicotrópico, trasladado al cine. El director tiene el tacto de no personificar en exceso su presencia musical haciéndose valer de una banda sonora extensa (19 temas) y variada, bastante alejada del universo sonoro de su prestigiosa banda. Además de un par de temas propios con Magnus, hay espacio para el Jazz, el breakbeat, el electro, el drum’n’bass, el  rock, el jazz, la ópera y la música instrumental, con temas de Herbie Hancock, Squarepusher,  J.J. Cale, Charlie Parker, Roots Manuva, ILS y Aphrodite, entre otros.


El elenco de actores elegidos para la ocasión es otro de los platos fuertes. Todos dan verosimilitud a sus personajes dotándolos de vida y hacen gala de la variedad de acentos que pueblan Bélgica. Sam Louwyck (el sordo de Ex Drummer y el filósofo-apicultor de La quinta estación), aparece en el rol del sugestivo hombre del viento. El actor belga es un peculiar artista multidisciplinar (además de actuar en el cine es conocido en su país por su vertiente de escritor e intérprete experimental de ballet alternativo). Aquí también es responsable de la coreografía y demuestra sus dotes como bailarín conceptual en sus alucinadas y espasmódicas apariciones, que tienen como punto álgido un irreverente baile al comienzo de la narración y una, no menos esperpéntica, danza del pingüino colectiva tras los títulos de crédito.


Formalmente, Barman muestra un virtuoso manejo de la cámara y una escenografía e iluminación muy atractivas, con un montaje dinámico, travellings espectaculares y un uso reiterativo, pero sutil, de la cámara ralentizada en las secuencias con predomino musical. El climax visual de la cinta llega en la escena de la fiesta donde coinciden la mayoría de personajes (próxima a los veinte minutos); una secuencia que es todo un portento visual gracias al acelerado movimiento de cámara que consigue expresar brillantemente la euforia propiciada por el uso indiscriminado de las drogas. También hay alguna licencia psicodélica muy divertida, como la aparición de unas rayas en la pantalla emulando a la historia del proyeccionista que pierde su trabajo por esa misma razón.


A primera vista, puede dar la errónea impresión de resultar una experiencia anecdótica y liviana, pero esta simpática travesura contiene mucha más profundidad y mala baba de lo que aparenta. A los espectadores enamorados de la narración convencional, probablemente les decepcionará al no tener un propósito predefinido, pero precisamente, la desilusión y desmotivación son las principales estímulos que unen a unos personajes que solo parecen encontrar sentido a su existencia consumiendo drogas y bailando (es de agradecer que no haya intenciones de recrearse con prejuicios morales sobre las adicciones en la población). Se le puede achacar que carece de más desarrollo y espacio para algunos personajes, pero ya se sabe que ése es uno de los problemas de la mayoría de las obras corales que captan un trozo de vida abarcando un periodo de tiempo muy reducido. 


En definitiva, un debut muy encomiable y divertido del que cuesta explayarse sin destripar demasiado porque su mayor encanto se encuentra en el uso de la música, la imagen, y las citadas situaciones irreverentes que plantea. Fuera de Bélgica (especialmente en nuestro territorio) es prácticamente desconocida (de ahí que merezca esta pequeña reivindicación). Sorprende que Barman no haya repetido en la dirección, aunque seguramente se reserve esa faceta para cuando la edad le pase factura en el trepidante mundo de la música y los conciertos.



NOTA: 7/10


viernes, 5 de septiembre de 2014

La Cinquième saison/La quinta estación (Peter Brosens y Jessica Woodworth, 2012)

El belga Peter Brosens y la estadounidense Jessica Woodworth, dos directores hasta hace una semana desconocidos por mí (aunque cuentan con cierto prestigio en el circuito de los festivales de cine), han realizado una de las trilogías más apasionantes que he tenido el placer de ver (en dura pugna con la de Krzysztof Kieślowski y la de Ulrich Seidl). Un tríptico caracterizado con la frialdad habitual de cierto cine de la vieja Europa en el cual predomina una espeluznante atmósfera de tragedia en un idílico marco visual, que se preocupa de la conflictiva relación del hombre con la naturaleza y su entorno, señalando el contraste entre tradición y modernidad, y recreándose en algunos momentos ceremoniales, siempre con una elevada carga lírica y onírica. La trilogía comenzó en 2006 con Khadak, rodada en Mongolia (lugar donde Brosens realizó en la década de los noventa su denominada Trilogía de Mongolia, que incluye tres documentales codirigidos con diferentes autores), continuó en 2008 con Altiplano (filmada en Perú) y finalizó en 2012 con La Cinquième saison, rodada en el país natal de Brosens. Para variar, la cinta está inédita en nuestras salas comerciales, aunque participó en La Seminci de Valladolid (donde consiguió el Premio especial del Jurado) y el D’A de Barcelona. Fuera de nuestras fronteras estuvo incluida en el prestigioso Festival de Venecia.


Tras un plano fijo muy simpático e inaudito donde un individuo observa detenidamente a un gallo sobre una mesa, intentando que el animal imite sus extraños sonidos, La quinta estación (La Cinquième saison) presenta una insólita aldea belga donde sus habitantes se preparan para una fiesta tradicional, acompañados por la siniestra figura de unos gigantes (esa tradición popular común en diferentes lugares del planeta que en algunas zonas suele ir acompañada de los, no menos inquietantes, cabezudos) para proclamar mediante un ritual el fin del frío invierno, en la que montan una inmensa hoguera donde depositan un hombre de paja que representa al invierno. Sin embargo, justo en ese momento, el fuego no se enciende y parece romperse el ciclo vital de la naturaleza, paralizándose de repente al ser atacada por un misterioso desastre natural. El clima de la primavera se niega a aparecer, y el ecosistema renuncia a darles las necesidades básicas a los aldeanos. Somos testigos de cómo el medio ambiente se viene a pique, como queda expresamente ejemplificado con la caída de un enorme árbol, mientras los peces se quedan estancados en la orilla, se escuchan extraños ruidos en el bosque, las aves dejan de volar, los gallos no cantan, las abejas desaparecen, las vacas se ven incapacitadas para proporcionar leche, y las semillas plantadas dejan de brotar. Al mismo tiempo, las relaciones humanas (y las de éstos con la flora y fauna) comienzan a deteriorarse de un modo inusitado.


La Cinquième saison  expone una frágil parábola apocalíptica con aspecto de pesadilla psicotrópica, dotada de un marcado mensaje ecologista, y un alto contenido simbólico, antropológico y místico; presidida por imágenes impregnadas de un bello realismo poético y situaciones desconcertantes, como todas las que implican la comunicación entre los hombres y los animales mediante sonidos guturales, la presencia de actividades grupales (como el chocante baile de los aldeanos en una pequeña tarima a rebosar), o los inquietantes rituales con extrañas máscaras de la parte final. El contexto de la preocupación por la naturaleza y los avasalladores efectos del cambio climático no es, ni mucho menos, la única baza de sus autores, pero está presente en el ambiente en las tres películas de la trilogía, y aquí es utilizado para desarrollar una reflexión alegórica sobre cómo la decadencia del ser humano y su entorno inciden en la avaricia, el egoísmo y la desconfianza de una aldea ahogada por la incomunicación; poblada por personajes gélidos y distantes, caracterizados por un comportamiento poco común.


Los directores se centran en la desesperación propiciada por un cambio inesperado, y en el lado oscuro del ser humano, que se desintegra al más mínimo contratiempo, e incluso, consigue viciar la personalidad y el perfil idílico de la relación romántica entre los dos inocentes adolescentes, a quienes vemos dándose un dulce beso en la segunda secuencia de la cinta. Finalmente, recalcan la lamentable necesidad del ser humano de señalar a un rostro para encontrar culpables ante cualquier acontecimiento (una situación que, como no podía ser de otro modo, termina focalizada en el personaje ajeno a esa comunidad). La narración tiene como escenario a una localidad que parece aislada del mundo, pero según informa el ejército, los fenómenos acaecidos no son exclusividad de esa aldea, y no hay escapatoria posible.


A pesar de la presencia constante de un paisaje con una paleta descolorida, utilizada para recalcar la desolación del lugar, la película contiene una galería de imágenes tan poderosas y estilizadas como desasosegantes, gracias a la habilidad de sus autores y de Hans Bruch Jr. (su director de fotografía) para trasladarnos a un universo atmosférico y fantasmagórico, no apto para impacientes, ya que está  construido a partir de extensos planos secuencia (especialmente medios y largos) con proliferación de planos fijos con una inusitada geometría, pero con un  locuaz sentido de movimiento al combinarlo con el uso de una cámara flotante en movimiento, virtuosos travellings laterales y circulares, además de un exquisito uso del manido recurso de las imágenes ralentizadas (utilizado frecuentemente en el cine para otorgar mayor carga lírica). El filme destaca esencialmente por valerse de una narrativa y estructura que colisionan con las formas  del cine convencional. Su estética trasciende al medio con elementos dotados de un cariz visual propio gracias a su portentosa puesta en escena (el elemento vital para entrar en este fascinante e íntimo viaje al terreno de la imagen, los espacios y el sonido); y cuenta con una banda sonora ambient que encaja a la perfección con la pureza de la composición fotográfica de sus imágenes, y la conseguida ambientación apocalíptica y pesimista, con tintes de humor psicodélico (ubicados básicamente en los primeros compases de una narración que se torna profundamente tenebrosa en su tramo final).


Su citado aroma apocalíptico remite inevitablemente a El caballo de Turín, la obra con una concepción más radical de Béla Tarr, aunque también hay puntos de conexión con algunas preocupaciones estéticas de Sátántangó y Armonías de Werckmeister, las dos grandes películas del virtuoso director húngaro, con las que también coincide en exponer las penurias morales del ser humano cuando se mueve en masa en tiempos de precariedad económica. Su pausada cadencia, que deja fluir los acontecimientos de forma natural en todo momento, remite nuevamente a Tarr (con algo más de nervio, claro está) y a otros cineastas sosegados con gran poder estético, como Andrei Tarkovski, Theo Angelopoulos, Terrence Malick, Víctor Erice o Ron Fricke.


La cinta belga desarrolla su discurso a partir de la unión de los planos que nos deleitan con retazos de imágenes individuales muy poderosas conectadas entre sí con maestría. Este concepto de narración utilizado deja poco espacio para el lucimiento de los actores, si obviamos a los personajes interpretados por Aurélia Poirier y Sam Louwyck (un peculiar tipo que además de actuar en el cine es conocido por su faceta de escritor e intérprete de ballet alternativo), aquí en el rol del personaje más fascinante de la cinta: un apicultor nómada que se vio obligado a abandonar su dedicación como filósofo para cuidar a su hijo inválido, que suelta breves frases ontológicas dignas de Nietzsche. El artista multidisciplinar belga fue el protagonista de Theme From Turnpike, un excelente videoclip de sus compatriotas dEUS, en el papel de un simpatico tipo repleto de espasmos (un trabajo que fue emitido en las salas de cine como cortometraje). Louwyck también ha participado, entre otras, en la excéntrica Ex Drummer y en la más reciente L’étrange couleur des larmes de ton corps.


Brosens y Woodworth reiteran en sus tres incursiones algunos evocadores rasgos visuales que, sin embargo, no saturan en ningún momento; como el hecho de mostrar a un personaje transitando en grandes extensiones de un terreno casi desierto con algún elemento aislado con el cual interactúan en pantalla (aquí representados por un enorme árbol). En ciertas ocasiones la peligrosa etiqueta lirismo visual suele caer en reiterativos clichés estilísticos (como el uso desmedido del citado Slow motion) que intentan ocultar algunas carencias a la hora de narrar historias o captar sensaciones y sentimientos, pero no es el caso del dúo belga-estadounidense, que presume de una habilidad innata para expresar ideas muy potentes renunciando a la palabra como principal vínculo para desarrollar los acontecimientos y para aproximar a los personajes; siempre amparados en la envolvente e intrigante forma de la composición formada entre el decadente escenario y el perfil pictórico de la narración, que parece evocar desde el surrealismo a las pinturas de Brueghel. Si a todo ello unimos el extraño comportamiento de los personajes, la iluminación y el montaje, deparan un cóctel extrasensorial y absorbente al cual estas modestas palabras, probablemente, no harán justicia; pero que perdura en la memoria como pocas experiencias cinematográficas lo consiguen.


La Cinquième saison es una obra misteriosa, tan alucinante como desconcertante, que por momentos resulta casi indescifrable. El espectador se ve obligado a intentar dar cuerpo a los acontecimientos expuestos casi siempre de un modo ambiguo, como suele suceder con las propuestas amparadas en las sensaciones que transitan entre la ficción, el documental y el arte conceptual. El filme de Brosens y Woodworth supone un brillante colofón a una extraordinaria trilogía que merece la pena reivindicar. Las dos primeras entregas no resultan tan herméticas como la tercera, pero también están plagadas de grandes momentos visuales y reflexiones que dejan poso. El pesimismo y el onirismo permanece intacto en todas, pero el tono apocalíptico y marciano no es tan acentuado como en su última aventura.


NOTA: 8/10



jueves, 21 de agosto de 2014

L’ amour, l’ après-midi/El amor después del mediodía (Éric Rohmer, 1972)

Permítanme empezar la casa por el tejado. Puede parecer extraño hablar de Chris Rock en un texto sobre Rohmer, tan extraño como la idea de que el actor americano realizara un remake de L’ amour, l’ après-midi llamado I think i love my wife. Sin embargo se antoja necesario porque este remake es la prueba viviente de lo difícil que es ejecutar una obra del calado del film de Rohmer. Lo que Rock demuestra es que entiende muy superficialmente el conflicto, la esencia de lo que se nos quiere contar en el film francés, limitándose a trasladar de forma rutinaria (y con unos chascarrillos humorísticos de vergüenza ajena) una escena tras otra a otro contexto, otro tiempo, pero sin alma, sin ir a la raiz del conflicto. Porque si algo es cierto en L’ amour, l’ aprés-midi es que la sensualidad, el deseo, la insatisfacción, las fantasías masculinas no dejan de sobrevolar el imaginario del protagonista, pero que, lejos de ser reduccionistas, se trasladan en un torrente de pensamiento que adquiere dimensiones universales. Precisamente este marco de generalización global  del discurso mental masculino se constituye en la, por un lado, herramienta fundamental de empatía hacía el protagonista y por otro en un Mcguffin a la totalidad del film.


Si bien es cierto que los debates encendidos sobre el conservadurismo o no del mensaje han sido y son encendidos (el posicionamiento del que les escribe al respecto se inclina por considerarlo como más bien una visión romantica sobre las relaciones con el sexo femenino) no dejan de ser el resultado del engaño masivo al que Rohmer sometió a su audiencia. Porque como comentábamos este no es un film sobre la fidelidad, sobre el sexo o ni tan siquiera el amor. Este es un film que trata fundamentalmente sobre las contradicciones, sobre la lucha de opuestos que gobiernan nuestras vidas.


El conflicto entre la esposa oficial y la amante, la vida familiar y la aventura extramatrimonial, son solo dos aspectos que actúan de marco contextual ya que todo lo narrado nos habla de la dificultad de tirar adelante, de tomar verdaderas decisiones ante los continuos desvíos  que se plantean entre la realidad física y la proyección mental de su protagonista. Observamos como éste afirma gustarle la ciudad, los jerseys de cuello alto, la soledad de comer y pasear fuera de horario, las mujeres en general y sin embargo su vida se construye en lo opuesto. En la rutina, en una vivienda en las afueras, en una relación monógama y rutinaria, en las continuas interrupciones  que sufre en su horario de comida y hasta, por anécdotico que parezca, la obligación de comprarse una camisa que le disgusta.


Ya desde el mismo título del film L’ amour, l’ après-midi (en la traducción española se pierde todo el sentido) se nos indica dicha contradicción. La coma de después de L’amour es una barrera que imposibilita la acción posterior. Es una coma que ya anticipa de alguna manera el final de la historia, que nos habla de la imposibilidad de combinar o de ensamblar las dos realidades que cohabitan en el protagonista. Se trata de alguna manera de una lucha entre una concepción adulta (no exenta de aburrimiento) de la vida y su contrapunto infantil y por tanto excitante. No deja de ser irónico que hasta en las fantasías del protagonista no consiga obtener el favor sexual de todas las mujeres que desea (constituyendo  además un juego metahumorístico de Rohmer al poner en danza  todas las mujeres inalcanzables de sus cuentos morales) y que sea precisamente una imagen de sí mismo realizando un juego infantil el que sea el disparador de la asunción de la vida adulta.


Este colofón de los cuentos morales resulta posiblemente una de las mejores películas de Rohmer (difícil escoger una como la mejor) esencialmente por su capacidad de ocultación, bajo una apariencia de simpleza, de una complejidad estructural y temática. Un recopilatorio de obsesiones rohmerianas (casi un falso biopic) con el añadido de juntar clausura de un ciclo temático con el final cerrado de la propia película; algo no habitual en el director francés pero que funciona perfectamente como broche, como punto y seguido hacia su obra posterior.


Escrito por Alex P. Lascort



lunes, 28 de julio de 2014

Little Tony/Kleine Teun (Alex van Warmerdam, 1998)

Alex van Warmerdam es un autor bastante marginal fuera de sus fronteras. Sin embargo posee una de las filmografías más atractivas y personales del cine europeo contemporáneo. Si hay algo en lo que destaca especialmente el universo del director de Borgman (su obra con mayor repercusión mediática fuera de los Países Bajos) es en la presentación del humor absurdo (basta con decir que una de sus películas está protagonizada por un vestido que va cambiando de dueña) y sombrío, aderezado con pequeños tintes de género fantástico, y un espacio trascendente para la sexualidad (la mayoría de veces disfuncional). Desde su primera película (dirigida en 1986), lleva realizando propuestas con un sello personal e intransferible,  aunque su  universo posee alguna pequeña conexión con el Luis Buñuel más delirante y onírico (el de El fantasma de la Libertad y El discreto encanto de la burguesía). En su cuarto filme, participante en el festival de Cannes en la sección Un Certain Regard, van Warmerdam hace de todo: escribe (inspirado en una obra de teatro suya), dirige, tiene un papel muy importante como actor, y compone una banda sonora con mucha más presencia acompañando las imágenes que en sus últimos filmes, donde aparece de manera mucho más testimonial.


La cinta arranca presentando a un campesino analfabeto de 45 años que vive en una casa de campo con un granero, una pequeña parcela donde cosecha verduras, corta leña y alimenta a unas gallinas y una cabra. Un variopinto personaje cuya gran afición es pescar y cuidar de un enano de jardín por el cual siente absoluta devoción. Su oronda esposa está  cansada de tener que leer en voz alta los subtítulos de las películas extranjeras que emiten en televisión, y decide contratar a una profesora para que aprenda de una vez a leer y escribir. Sin embargo, como era de esperar, el marido termina enamorándose la profesora, una mujer más joven y atractiva de apariencia tímida y delicada, que no soporta ser tocada por desconocidos, que contrasta con la aspereza de los modales de la esposa del campesino, una mujer agobiada por un trauma infantil con las salchichas de caballo. La esposa comienza a sospechar que la relación profesora-alumno va más allá, pero tras la inquietud y desconfianza iniciales reprime su odio hacia la profesora entusiasmándose de un modo inusitado con la relación extramatrimonial, y decide proponerle a su marido una idea descabellada para acelerar el proceso amoroso. Pronto percibiremos que esta actitud forma parte de un plan aún más oscuro que desembocará en la aparición del personaje que da título a la película.


El director de Los norteños, sin abandonar su complejidad y su sello intransferible, presenta la trama más sencilla de su filmografía en una tragicomedia sobre el fracaso personal, las luchas de poder, la manipulación, y la mezquindad, que también se preocupa por los papeles y los vínculos que traen consigo la convivencia humana. Little Tony es una propuesta  cargada de diversión, de sensualidad, de ambigüedad, de violencia y de situaciones desconcertantes; protagonizada por personajes apesadumbrados, dominados por unas frustraciones que degeneran en sadismo, y  con proclives cambios de humor. Unos seres que dependen de otra persona y buscan desesperadamente el amor en sus múltiples formas, pero lo hacen con unos resultados poco satisfactorios para su ego.


Los tres personajes principales son presentados, sin anotaciones sobre su pasado, como modelos estereotipados para incidir en el contraste de sus personalidades bien diferenciadas. Dan la sensación de ser unos seres aparentemente normales (aunque continúen estando como una chota) que parecen más cercanos y terrenales que los del resto de su filmografía; en la que además suele haber menos continuidad y más detalles aparentemente irrelevantes utilizados como mero ejercicio de cariz surrealista, que en esta ocasión vienen representados por una carrera ciclista por la aldea que aparece de fondo en varias ocasiones. El autor neerlandés se recrea con su misántropo sentido del humor en la incomodidad propiciada por el tono excéntrico de unas situaciones subyugadas por los absurdos anhelos, manías y celos de unos personajes patéticos, retraídos, y atorados de desesperación existencial, cuyas motivaciones quedan bastante difusas, como suele ser habitual en el proceder de van Warmerdam, un autor que se ampara frecuentemente en el desarrollo del perverso e hilarante argumento, mediante los matices y el enfoque; cuyo sentido no resulta tan apasionante como la exposición en sí de los acontecimientos.


Aunque la cinta está dotada de diálogos suculentos y un incuestionable aroma teatral, van Warmerdam cree en el poder de la imagen por encima de la palabra para crear un universo donde casi todo es posible y en el cual da gusto perderse. Formalmente, destaca el manejo inquieto y habilidoso de la cámara que se detiene en unas brillantes tomas estáticas, con un excelente trabajo de cámara y edición, renunciando la mayor parte del tiempo al uso de los primeros planos para evitar que los gestos de sus personajes delaten sus intenciones; y con una evidente influencia pictórica que no esconde su pasado como pintor. Sorprende una espectacular escena de acción  en el granero, teniendo en cuenta su minimalismo y bajo presupuesto. Marc Felperlaan, el director de fotografía de los tres primeros filmes de van Warmerdan (que finalizó su colaboración en esta cinta) se maneja de maravilla en los espacios cerrados y en los escenarios naturales de la campiña holandesa, presentada con matices soleados y vivos, y un buen uso de las luces y las sombras. En las escenas de interiores, que copan la mayoría del metraje, los auténticos protagonistas son las puertas y ventanas que son abiertas y cerradas continuamente por los tres personajes. Siempre hay un tercero que observa, a través de una mirilla o una ventana, las conversaciones y las acciones entre dos personajes; recuperando su obsesión por el voyeurismo, que alcanzó sus cotas más elevadas en Los norteños con los habitantes de aquel extraño pueblo que se situaban, sin pestañear, en la ventana de una  mujer enferma para comprobar su estado.


A falta de ver Grimm,  Little Tony supone uno de los trabajos más logrados de van Warmerdam en su faceta como actor, demostrando una capacidad innata para meterse en el pellejo de patéticos antihéroes. Una vertiente que ha explotado en todas sus películas reservándose los roles más grotescos de su ya de por sí oscura galería de personajes: es el protagonista de Abel que nunca había salido de casa e intenta cazar moscas con tijeras, el cartero que abre la correspondencia y espía a todo el pueblo en la divertidísima Los norteños, el depravado revisor de trenes y asaltador de habitaciones en sus ratos libres de la desconcertante El vestido, el protagonista de Camarero que mantiene una línea directa con el guionista de la cinta, el hermano de la inquisitoria enferma que ejerce las funciones de perro en Los últimos días de Emma Blank, y el conductor de la excavadora que pone patas arriba el jardín en la reciente Borgman.  Sin embargo, el auténtico alma de la película es el personaje de su esposa. Annet Malherbe (la devota religiosa enferma en Los norteños, y la falsa doctora de Borgman) es la mujer en la vida real de van Warmerdam y ha participado, siempre con brillantez, en la mayoría de sus filmes. Aquí mantiene una sonrisa tan simpática como inquietante en su rostro mientras acecha a los nuevos enamorados y lleva a cabo su maquiavélico plan, que unido a su sobrepeso y a sus arrebatos de ira, le proporcionan un aire a la descerebrada hermana de Tony Soprano.


Además de la curiosidad mirona y el humor absurdo presente en todos sus filmes, el director de los Países Bajos repite con situaciones vistas en algunos de sus trabajos (sexo socarrón, personajes manipulados, vestidos que cambian de dueña, o individuos que deciden emigrar a Australia). Como suele ser habitual con el cine de van Warmerdam, el espectador no sabe si reír o agobiarse ante las situaciones excéntricas que expone. Uno de sus grandes méritos estriba en que, a pesar de su indudable hermetismo, sus obras resultan relativamente accesibles creando una experiencia única para el espectador, experimentando con sus expectativas mediante situaciones poco comunes y un aura de misterio en la forma de desarrollar la historia (que aquí nos remite a Alfred Hitchcock pasado por Luis Buñuel). El director centroeuropeo cambia con frecuencia de tono sin apenas inmutarse (especialmente de la comedia de corte surrealista al drama más opresivo). Desconozco si este sentido del humor tan particular tiene que ver con el carácter neerlandés, ya que mis escarceos con el cine del país de los tulipanes fuera de la filmografía de este insólito autor son muy leves (algunos filmes de la primera etapa de Paul Verhoeven, Carácter de Mike van Diem, El holandés errante de Jos Stelling, y poco más), aunque es cierto que en todos estos filmes asoma un humor siniestro muy acentuado y sordidez a borbotones.


NOTA: 7/10

miércoles, 25 de junio de 2014

Miss violence (Alexandros Avranas, 2013)

Fuera de sus fronteras, la cinematografía griega del siglo XX es una de las más desconocidas de Europa, si obviamos la figura del prestigioso Theo Angelopoulos (muerto en un triste accidente hace poco más de un año). Constantin Costa-Gavras también es de origen heleno, pero su carrera se ha desarrollado en Francia y Estados unidos. De todos modos, la belleza y el lirismo del director de La mirada de Ulises y La eternidad y un día poco tiene que ver con el enfoque oscuro y satírico de la nueva ornada de directores, con Giorgos Lanthimos a la cabeza, director de Canino (la cinta más influyente del cine griego reciente que cambió su cinematografía). La mayoría de estos nuevos autores se caracteriza por mostrar incendiarias elucubraciones sobre lo absurdo e irreverente que puede resultar el comportamiento humano. Curiosamente, mientras el sistema político y económico griego toca fondo, su cine actual se encuentra en su mejor momento y ha logrado el reconocimiento internacional participando con asiduidad en los festivales más prestigiosos durante los últimos años. Son escasas las referencias directas a la situación actual de Grecia en los filmes de ese país que he tenido el placer de ver (Kinetta, Canino, Alps, Attenberg, L, y la cinta que nos ocupa), pero en la mayoría de ellas la crisis familiar aparece como una alucinada y oscura alegoría de la crisis económica de su país. Miss violence es el segundo largometraje de Alexandros Avranas (quien también comparte el guión con Kostas Peroulis) tras su debut con Without, y se alzó con el premio a la mejor dirección y a la mejor interpretación masculina en el pasado Festival de Venecia. Una película de la que cuesta hablar sin desvelar detalles vitales de la trama, pero que merece una pequeña reivindicación por su innegable perturbación y magnífica dirección.


La narración arranca presentando a una familia, aparentemente feliz, celebrando el cumpleaños de una niña de once años. En el momento de la tradicional foto de familia, al son del Dance me to the end of love (un popular tema de Leonard Cohen con referencias al holocausto judío), la pequeña fallece tras saltar voluntariamente al vacío desde la ventana de su vivienda, pero lo más desconcertante es que lo hace con una leve sonrisa en su rostro. La policía y los Servicios Sociales tratan de descubrir las causas de tan inaudito suicidio (aunque para el representante de la familia se trata de un accidente) y ven con estupefacción cómo la familia intenta olvidar a la niña y seguir llevando una vida normal. Los niños siguen los pasos de los adultos y tampoco parecen afectados por el luctuoso suceso. Este extraño núcleo familiar está formado por el abuelo, el único hombre en una familia formada por dos mujeres (madre e hija), una adolescente y dos niños (un varón y una hembra) que no superan la decena. El abuelo consigue un trabajo, pero parece más preocupado por controlar todo lo que sucede en la familia que por mantener ese bien preciado en nuestros días. Mientras que una de sus hijas (la otra es la adolescente) está embarazada y es la madre de los dos niños y la fallecida; todos de padre desconocido.


Miss violence se divide en tres partes bien diferenciadas. En la primera presenta de un modo muy ambiguo la rutina diaria tras el impactante arranque, a través de los silencios gélidos de sus personajes; casi tan angustiosos como cuando se torna explícita en la parte final. En la segunda empiezan a asomar pistas sobre el oscuro secreto que esconde este extraño núcleo familiar, y sirve para discernir el parentesco entre sus miembros (que resulta todo un reto en los primeros compases) y para averiguar de dónde viene el dinero que sustenta a la familia. Mientras que en la tercera parte todas nuestras peores sospechas cobran cuerpo recreándose sin pudor en el dolor, con uno de los epílogos más inquietantes y repulsivos que se recuerdan en el mundo del celuloide. Tal y como sucedía en Canino, gran parte del encanto de la cinta viene motivado por la ambigua exposición de los hechos que nos impide descifrar con plenitud las tormentosas relaciones entre ese núcleo familiar tan atípico. La tensión se torna asfixiante a medida que el desalentador misterio se va desvelando.


Avranas se destapa con un espeluznante, desolador y retorcido retrato familiar que incide en los recovecos más oscuros del ser humano a través de una devastadora e incómoda mirada, ausente de moralidad y atorada de violencia física (y la mayor parte del tiempo psicológica) sobre el afán de liderazgo y de poder, y el sufrimiento silencioso de los subyugados, que puede ser utilizada como una metáfora política y perversa sobre la situación actual de Grecia y de la sociedad actual en general, que propicia la alienación, la manipulación moral, y la descomposición de una familia y facilita la aparición de indeseables que campan a sus anchas. A pesar del citado aroma alegórico sobre el estado actual de Grecia, Miss violence se percibe como una propuesta cinematográfica universal, ya que estos seres hostigados por el poder establecido en una familia podrían pertenecer a cualquier rincón del mundo. Tampoco se olvida de hablar de cierta complicidad por parte de la sociedad y de los propios damnificados de actos atroces por culpa de la ciega sumisión, de la incapacidad de los seres humanos para sublevarse contra el poder establecido, del comportamiento autoritario que genera el desaliento y la violencia, y de la falta de valores en un submundo escalofriante; con una moraleja letal: la degeneración humana no tiene límites.


La cinta está narrada con maestría y con la precisión de un reloj suizo, mediante el frío distanciamiento habitual en cierto cine europeo para tratar historias tan deprimentes con personajes expuestos bajo un esterilizado desapego emocional. Las actuaciones son voluntariamente inexpresivas (casi al modo de las almas en pena y los cyborgs de Robert Bresson), con unos personajes que miran directamente a la cámara en multitud de ocasiones; presididos por un rostro angustioso (a medio camino entre la sonrisa histérica y el llanto desesperado). Entre todas las actuaciones sobresale la del premiado Themis Panou en el rol de un personaje difícil de olvidar, quien decide que la puertas del hogar deben permanecer abiertas para controlarlo todo tras el suceso inicial con su nieta.


A pesar de la crudeza de su contenido, Avranas opta por la contención en su atractiva puesta en escena y solo deja espacio para un par de secuencias en las que el espectador se enfrenta a la cruda realidad (una muy explícita, y otra en un delicado fuera de campo que no evita la repulsión de la situación). Miss violence aúna realismo con estilización de la imagen, siempre al amparo de tomas largas y estáticas, con sutiles movimientos de cámara, un potente uso de técnicas de encuadre e iluminación, que generan un excepcional tratamiento de la luz, de las sombras, y de los espacios cerrados. Destaca la ausencia de banda sonora (al margen de la música que suena en la televisión y los aparatos de música) y una obsesión casi enfermiza por el detalle, otorgando gran trascendencia a la presencia de los objetos en pantalla.


El director griego coloca durante la mayoría del tiempo el objetivo para que la toma sea vista a través de los marcos de las puertas y de la pared que los contiene, manteniendo el interés del espectador desde la distancia y convirtiéndolo en un auténtico «voyeur» gracias a la invisibilidad de una cámara que se sitúa en otras ocasiones en las espaldas y las nucas de los personajes, propiciando unas perspectivas muy originales con una visión más sugestiva; e incluso juguetea en una escena con la omnipresente mesa del comedor, ubicando a los personajes de mayor a menor tamaño, y en una secuencia puntual acompaña a las imágenes con un frenético travelling circular. Brilla especialmente un prodigioso plano secuencia en la escena inicial, que es utilizado para trasladarnos desde la ventana del hogar hacia el cuerpo de la niña en el suelo acompañada de un charco de sangre, finalizando con una inspirada toma cenital. La fotografía de Olympia Mytilinaiou utiliza una paleta de colores apagados en unos planos descentrados, pero con una inusitada simetría, que en muchas ocasiones cortan los cuerpos, como suele hacer Lanthimos, pero sin la voluntaria dejadez estética del director de Canino y Alps.


Miss Violence utiliza códigos ya vistos en Canino en la chocante exposición de los hechos y en su puesta en escena, pero sus intenciones finales son bastante diferentes, y se desmarca del marciano sentido del humor de Lanthimos (si obviamos la impactante introducción y la simpática escena donde la pequeña baila un tema de moda delante de la televisión y toda su familia). El estrambótico comportamiento de la familia que comparte con la cinta de su compatriota tiene una explicación más creíble cuando averiguamos el modus vivendi del núcleo familiar. La gran diferencia respecto a Lanthimos es que su discurso abarca menos temáticas y aunque perdura (vaya si lo consigue), lo hace básicamente por la perturbación. También hay retazos de Michael Haneke en el tono quirúrgico, frío y gris de la narración; de la sordidez, la crueldad, y el voyeurismo de Ulrich Seidl, y de la atmósfera opresiva de los espacios cerrados de los primeros filmes de Roman Polanski.


Miss violence es cine de terror en estado puro. Resulta evidente que la perturbación en el séptimo arte trasciende sobremanera cuando las fuerzas del mal no se encuentran en el cuerpo de monstruos, zombis, fantasmas, alienígenas, o posesiones diabólicas, y pueden hallarse en forma humana luciendo bata y alpargatas en nuestro propio hogar. Nos encontramos ante una propuesta cinematográfica radical e incómoda, atorada de cierto aire de cinismo y misantropía, que se antoja muy poco aconsejable para estómagos sensibles; y causará polémica por donde pase por denunciar con valentía temas tabús que el cine suele obviar, y cuando no lo hace lo expone con mayor delicadeza. Una obra cuyo violento epílogo supone una auténtica liberación para el espectador.

NOTA: 7,5/10