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domingo, 29 de marzo de 2015

El sabor de la sandía/The wayward cloud (Tsai Ming-liang, 2005)

Del intransferible estilo de Tsai Ming-liang (uno de los principales iconos de este blog) ya me extendí en los textos de The River, Walker y Stray Dogs, por lo que intentaré no repetir demasiados conceptos; un aspecto que se antoja bastante complicado teniendo en cuenta que nos hallamos ante un autor con unas constantes, unas situaciones y unos personajes muy definidos, y un acabado formal también muy específico, que dan cuerpo a una filmografía indisoluble en la que en cada proyecto va introduciendo pequeñas pinceladas para evolucionar ligeramente su semántica. El sabor de la sandía (The wayward cloud, que traducido al español sería la nube errante), cuyo título no tiene nada que ver con el original y parece querer aprovecharse del exótico nombre de dos ilustres obras del cine asiático (El sabor del Sake de Ozu y El sabor de las cerezas de Kiarostami) está dividida en tres tipos de secuencias claramente diferenciadas, y forma parte de una especie de trilogía que sigue las andanzas de dos personajes. De todos modos, las tres películas se pueden ver individualmente sin perderse grandes detalles de la trama, e incluso sin un orden concreto.


La serie se inició con la divertida ¿Qué hora es?, uno de sus mayores logros que muestra la historia de un joven vendedor ambulante de relojes  y cómo éste queda prendado de Los 400 golpes de Truffaut y de la capital francesa gracias la atracción que procesa hacia una joven que acababa de conocer justo antes de que ésta se marchara de vacaciones a París. La historia continuó con el mediometraje The skywalk is gone, en el que la chica ha regresado de su poco glamuroso viaje y observamos cómo busca al personaje de Kang-sheng, pero se frustra al percatarse de la desaparición del puente donde le conoció. Por otro lado, somos testigos de una entrevista de trabajo donde le ofrecen al vendedor ambulante trabajar como actor porno. Las andanzas de estos dos personajes finalizaron con el filme que nos ocupa, el más polémico y provocador de su trayectoria por la constante y contundente presencia del sexo que impera en esta travesura fílmica; incluso repudiada por algunos seguidores de Tsai Ming-liang. De todos modos, a pesar de la vital trascendencia del sexo sórdido en el relato, su exposición no resulta demasiado explícita si lo comparamos con los devaneos pseudo-pornográficos de cineastas como Bruno Dumont, Ulrich Seidl o Lars Von Trier.  


El filme presenta a los dos personajes citados con anterioridad que se topan un día, por pura casualidad, en la calle; años después de su último encuentro, donde ella le compró un reloj que le marcaba la hora de París y Taipei antes de viajar a la capital francesa. La ciudad sin nombre (aparentemente Taipei) está acuciada por una prolongada sequía durante un verano más caluroso de lo habitual. Los medios informativos de la nación, casi siempre con vital trascendencia en el universo del director asiático, se dedican a informar sobre las diferentes maneras para ahorrar agua, y recomiendan consumir el zumo de sandía para substituirla y evitar la deshidratación de sus habitantes. La carencia de agua provoca la venta masiva de la sabrosa fruta roja con la cual la población se alimenta de diferentes maneras. El relato se centra en el lento acercamiento y la atracción mutua que se establece entre estos dos melancólicos personajes. Entre ambos crece un extraño vínculo de dependencia. Como cité en el prólogo, el personaje interpretado por Kang-sheng se ha convertido en un actor pornográfico que participa en películas de muy bajo presupuesto que tienen lugar en el mismo edificio donde vive la chica (una excelente Chen Shiang-Chyi), pero ella desconoce su nueva actividad. En esta nueva relación, el actor parece incapaz de expresar su atracción sexual hacia su amada debido a lo agotador de su peculiar empleo, por el que no parece sentir ninguna simpatía.  


Ming-liang nos obsequia con otra de sus miradas introspectivas sobre el ensimismamiento de la conciencia humana de unos seres que deambulan por la vida sin rumbo, buscando en vano el contacto humano. Unos personajes dominados por las obsesiones y la confusión de los sentimientos, que nuevamente renuncian casi por completo a la comunicación oral y sólo parecen guiarse y motivarse mediante los instintos más primarios: el sexo, la comida, la bebida, la excreción de estos dos últimos, el acto de dormir y las fantasías. El sabor de la sandía (rodada en 2005) también vuelve a incidir en el nexo que se establece entre sus deprimidos personajes con el entorno agobiante en el que habitan, con el cual se relacionan siempre de un modo tan torpe como divertido. La actividad pornográfica del protagonista, la irreverente presencia frutal en las escenas que muestran el rodaje de las películas y los excéntricos números musicales que invaden la pantalla otorgan un pronunciado aire cómico a la experiencia, aunque (como comentaré más adelante) la cinta cuenta con una penúltima secuencia brutal, no apta para estómagos sensibles.


El director asiático, tal y como hizo en la brillante The hole, vuelve a utilizar gran cantidad de números musicales para mostrar el contraste del mundo real con el onírico y expresar los sentimientos de sus alienados personajes. De hecho, es en estos momentos irreverentes donde básicamente expresan algún tipo de emoción y alegría por su existencia; aunque en la relación entre los dos tortolitos surgan unas sonrisas y un buen rollo poco frecuente en las desangeladas relaciones mostradas en las obras de Ming-liang. Las fases oníricas quizá no calen tanto como las mejor implementadas (y  más sutiles) vistas en The hole, pero su voluntario enfoque kitsch y extravagante, siempre transitando peligrosamente al borde del ridículo, consigue que se disfruten sin pestañear. Observar el movimiento de unas chicas en un lavabo ataviadas con un cubo en la cabeza alrededor del protagonista disfrazado con un glande “plastiquero” en su cabeza no se ve todos los días, y la unión con los temas musicales, a medio camino entre la música pop de los 60 y ligeros ecos de la tradicional de Taiwán, dotan al filme con un aire muy singular y marciano. Aunque el minoritario director malayo afincado en Taiwán acostumbre a distanciarse del exotismo que suele acompañar a cierto cine asiático para comercializarse en occidente, resulta incuestionable que en esta ocasión sacó partido de la idiosincrasia de la propuesta para estrenarla en España, e incluso obtuvo una recaudación inusitada en su país para una película de arte y ensayo.


La escasez de agua es utilizada por el director taiwanés de origen malayo con simbolismo para expresar las carencias emocionales de sus errantes espectros en un mundo en el cual la pornografía da la sensación de ser la única manera de saciar sus ansias de placer y su frustración. El líquido elemento cobra una vital importancia en todas sus historias mínimas; siempre mostrado como el causante de diferentes conflictos; especialmente la de la lluvia omnipresente de Taipei que tanto agobiaba al padre en The river en forma de goteras, como a los solitarios seres que sufrían el apocalíptico virus en The hole bajo la intensa lluvia que volvía locos a sus habitantes, y al reducido grupo de extraños personajes de Goodbye Dragon Inn que se refugiaban de ella en busca de algún tipo de conexión durante la última proyección de un viejo cine que cerraba definitivamente sus puertas. En esta ocasión el agua aparece como un bien escaso, pero sigue flotando en el ambiente durante toda la narración: la chica recopila de un modo obsesivo botellas vacías y las llena con agua que roba de los lavabos públicos; mientras que el antiguo vendedor ambulante trepa por los tejados de los edificios para bañarse de noche con el agua de los surtidores. Incluso en las películas pornográficas tiene una repercusión sórdida con el uso de agua sucia para simular los efectos de una ducha cuando se quedan sin botellas.


A pesar de no traicionar su narrativa desafiante para el espectador a través de su característico ritmo, El sabor de la sandía es una de las obras con más movimiento y un montaje más ágil del director asiático, y supuso en su momento el punto más colorista y estilizado de su personal puesta en escena y estética, haciendo hincapié en las sombras y en las siluetas de sus personajes en los claustrofóbicos espacios cerrados, utilizando colores tenues y desangelados en la representación de la realidad y chillones en las ensoñaciones; unos detalles que proporcionan auténticos lienzos cargados de excentricidad. La cámara, colocada en los lugares más sugestivos con su habitual sentido geométrico de los espacios (y más cercana a los rostros de lo habitual) vuelve a estar fija la mayor parte del tiempo, aunque no renuncia a ligeros movimientos, al contrario de lo que sucede en su etapa más reciente, con Stray dogs como abanderada del inmovilismo del objetivo, en la cual sólo se mueve de un modo casi imperceptible en una escena concreta. 


Además de su personal exposición del vacío existencial propiciado por el declive moral y la angustia espiritual de la vida en las grandes urbes, en esta ocasión hay un subtexto que parece reprender la utilización del ser humano (especialmente de la mujer) como fetiche calenturiento en un medio en el que todo vale para la obtención del placer del espectador, que tiene su culmen con una de las escenas más pasadas de rosca y subversivas que ha deparado el séptimo arte, digna del Takashi Miike más desbocado. Una secuencia que sólo pudo ser creada por la delirante y retorcida mente de un director asiático contemporáneo; que ofrece un comportamiento masculino de una misoginia (en la que quien sale peor parado es, precisamente, el género masculino) y una crueldad desorbitadas, pero exterioriza contundentemente la humillación que la pornografía infringe sus protagonistas y lo repugnante que puede llegar a ser la condición humana en determinadas circunstancias.


No acostumbro a explayarme sobre las escenas finales en estas reseñas reivindicativas, pero en esta ocasión no puedo evitar comentar el último cuarto de hora de la película.  OJO SPOILER-  Ming-liang exhibe a una actriz pornográfica inconsciente (probablemente muerta) que es fornicada sin rubor para culminar la película. El personaje de Chen Shiang-Chyi, tras el estupor inicial mientras observa la pasión necrófila a través de una rendija, acaba mostrando una complicidad mirona y decide poner voz a los sonidos de placer que la actriz porno en estado vegetativo no puede emitir, para ayudar a su amado a llegar al orgasmo. Tras esta incómoda fase, el pene del actor se deposita en la boca de su amada, y la cinta se cierra con la unión entre una lágrima de la chica con el sudor de Kang-sheng. El significado que subyace en el epílogo es muy ambiguo, y puede prestarse a varias lecturas, pero no cabe duda de que consigue un resultado dolorosamente hermoso,  muy en la línea de las sensaciones que generan los epílogos de The hole, No quiero dormir solo y Stray dogs, pero con una mirada mucho más erótica y grotesca, con la felación como desconcertante y poético medio expresivo. - FIN DEL SPOILER


Aunque el  roce y el ansia sexual siempre aparecen en la filmografía de Tsai Ming-liang como termómetro de toda su alienación, expuesto como un lance deteriorado en el cual se entremezcla la fogosidad por saciar las ansias sexuales y la urgencia para apaciguar el vacío existencial (si obviamos Stray dogs, donde  la presencia infantil y la empanada que lleva el personaje de Kang-sheng no incitaban a su aparición) nunca había tenido tanto espacio en la narración. En El sabor de la sandía vemos varios clichés del género que retrata de forma paródica (enfermeras calenturientas, multitud de gemidos, lametones sexis) con el apoteósico añadido, especialmente en las secuencias iniciales, de todo tipo de simpáticas aberraciones eróticas con la sandía (como el momento de fornicación con la cascara de la fruta en la cabeza del personaje de Kang-sheng o la simulación de una apasionada masturbación femenina y un curioso cunnilingus con la sabrosa fruta veraniega que ya había sido utilizado por Ming-liang como amorosa fruta en Vive l’ amour). La imagen del sexo en la película nunca aparece como algo idílico y representa tenazmente el desarraigo de una sociedad abatida, vacía y superficial, dominada por el comercio de los sentimientos; que aumenta la frustración entre sus habitantes.


Como siempre, uno de los mayores logros del lenguaje de Tsai Ming-liang es la transmisión de infinidad de sensaciones mediante multitud de extrañas analogías sobre el aislamiento de estos cuerpos espectrales sin rostro, sin diálogos (si obviamos a los medios informativos y al rodaje pornográfico), con un argumento que casi brilla por su ausencia, una narrativa que se distancia combativamente de la del cine convencional, y total ausencia del subrayado musical cuando recrea la realidad, centrándose en las acciones más cotidianas y banales de sus personajes: además de las estridentes escenas sexuales con las sandías se les ve vegetando tirados en el suelo, durmiendo a pierna suelta en los bancos de un parque, fumando cigarrillos como carreteros, cocinando cangrejos vivos en un evidente homenaje al Annie Hall de Woody Allen, coqueteando sutilmente debajo de una mesa y vagando por escaleras, pasillos y ascensores eternos, que junto a la presencia de una maleta que no pueden abrir, fortifican la sensación de aislamiento, de la imposibilidad para huir de las barreras que propician su desesperada situación emocional. Estas circunstancias siempre dotan a sus relatos de un insólito y estimulante lirismo, y ayudan a que los personajes desplieguen su personalidad espontáneamente en su desarraigado vía crucis espiritual, aunque Ming-liang suela renunciar  a intentar generar empatía con el espectador medio por culpa de las poco populares, y muchas veces incongruentes, acciones de sus almas en pena.


Su séptimo largometraje se aventura en inesperados terrenos, usando algunos procedimientos que no estaban presentes en su imaginería anterior, pero que componen con brillo una experiencia que deja marcado, para bien o para mal, y no provoca indiferencia en quien se enfrente a ella. No obstante, ha de ser observada con la mente abierta y libre de prejuicios porque transita entre los límites de la cordura y de lo políticamente correcto con un mensaje libertino y críptico que plasma su procedimiento desde las entrañas, suavizando el concepto de la neurosis y el de los tabúes de la sociedad. De lo que no cabe la menor duda es que nos encontramos ante una propuesta que logra cambiar completamente la percepción del espectador sobre la imagen de la sandía; muy en la línea de lo que sucedió posteriormente en Killer Joe de William Friedkin con los muslos de pollo.


NOTA: 9/10


domingo, 11 de mayo de 2014

Stray Dogs/ Jiaoyou (Tsai Ming-liang, 2013)

Resulta todo un acontecimiento que una película dirigida por Tsai Ming-liang sea proyectada en nuestro territorio (aunque mayor lo sería si viniese acompañado de un estreno en las salas comerciales). Tenía cierto respeto a la hora de enfrentarme a una película del autor taiwanés en pantalla grande (las anteriores me las sé de memoria, pero todas habían sido degustadas en formato casero con la cama como elemento reconciliador con su particular cadencia). Sin embargo, la experiencia no pudo ser más satisfactoria, a pesar de la innegable apología de la lentitud de un director cuyo lenguaje cinematográfico lleva cerca de veinte años transgrediendo notoriamente los preceptos narrativos y estéticas del cine convencional. El taiwanés de origen malayo es un autor desafiante que requiere de un grado de compromiso y empatía que colisiona con las formas comunes a la hora de enfrentarse a una película. Amparado en el frío distanciamiento a través de la congelación del tiempo, Ming-liang se recrea en la relación que se establece entre sus personajes con el espacio opresivo en el que se encuentran inmersos. Tampoco se olvida de la introspección, la intimidad y las emociones, mediante la presentación de las acciones cotidianas más banales (que suponen un auténtico desafío para sus melancólicos personajes) y la transformación de la realidad. Desde sus inicios, su peculiar estilo, atorado de marciano y transgresor misticismo, nos coloca  en situación de incómodos voyeurs, renunciando, casi por completo, al uso de diálogos (en sus historias suele haber más líneas verbales de los medios de comunicación que de sus silenciosos personajes). Su proceder siempre resulta insobornable, pero Stray dogs, coproducida con Francia, supone su propuesta más diferente respecto al grueso de sus largometrajes.


El primer plano fijo (cercano a los cinco minutos) de la cinta nos muestra  a una mujer peinándose en un extremo de un colchón en el suelo, donde duermen a pleno ronquido un niño y una niña. A continuación nos presenta a un padre que vive en unas condiciones muy precarias, intentando subsistir como puede junto a esos dos niños en una chabola ubicada entre el bosque y el río de una zona residencial, tras haber sido, supuestamente, abandonados por la madre. Los dos pequeños no van a la escuela y se pasean por un supermercado mientras su progenitor lleva a cabo sus funciones como hombre anuncio sosteniendo un cartel publicitario en las lluviosas carreteras de Taipei. La familia come en la calle los restos que los hijos consiguen en el supermercado en las secciones de degustación, y se lavan los dientes en los lavabos públicos. Esta familia de perros callejeros desprende un hedor corporal que no pasa inadvertido a terceros. Al llegar la noche vuelven a su peculiar refugio para dormir, a la espera de otro fatídico día. Por el camino se toparán con una empleada extraña y solitaria del supermercado que intenta ayudarles. Tras una desconcertante escena de rescate de los niños bajo la intensa lluvia, la narración se ve alterada con la aparición de la madre.


Stray dogs (Jiaoyou) juega con los sentimientos de dolor y culpa de sus personajes sin manipularlos en ningún momento, ni recrearse en la bajeza de la miseria. Inicialmente muestra una mirada desencantada, cercana a la impotencia, para ofrecer una analogía enardecida de la depredación propiciada por el atroz capitalismo neo-liberal contemporáneo (un sistema político que no se preocupa de los más desfavorecidos) y sus funestas consecuencias sobre las relaciones humanas. A pesar de mostrar con acierto la enajenación del trabajo precario, Tsai, como era de esperar, se preocupa prioritariamente por la alienación y el vacío existencial de los habitantes de una Taipei, presentada una vez más de un modo apocalíptico y decadente; por encima de  la denuncia social (sus personajes de obras anteriores tenían un techo mucho más pudiente y no daban muestras de encontrarse mucho más desahogados psicológicamente). Se trata de un autor que siempre ha centrado su visión en el contexto, incidiendo en el desanimo que provoca la opresiva gran urbe sobre sus personajes, mostrada siempre como el principal impedimento para su realización personal; expuesto muy por encima de las causas que llevan a sus personajes a tan desesperante situación afectiva.


La última criatura en el largometraje de Ming-liang está dividida en dos secciones notoriamente diferenciadas: la primera se presenta dentro de sus cánones habituales, mientras que la segunda está gobernada por la abstracción, y se percibe mucho más perturbadora e indescifrable, ya que incita a cada espectador a intentar enfocarla según sus propias percepciones. El argumento (si es que se puede utilizar ese término con alguien tan poco narrativo) deja mayor espacio para nuestra imaginación respecto a buena parte de su filmografía, en la que pese a usar situaciones muy marcianas, resultaba todo más diáfano al no haber saltos en el tiempo. Esta sensación se acentúa por la ausencia de la radio como elemento informador del contexto (tan habitual en todas sus historias sobre una Taipei asolada por trágicos fenómenos naturales). El que según el propio Ming-liang podría ser su último largometraje, desconcierta en el ecuador por la aparición del personaje maternal (interpretado por tres actrices diferentes), que podría ser interpretada como un flashback, una ensoñación, o incluso una aparición fantasmagórica.


El director taiwanés cambia de registro en la exposición de las familias respecto a buena parte de su filmografía. En The river y ¿Qué hora es? la relación era mucho más distante, aunque el núcleo familiar pertenecía a franjas de edades muy diferentes (el personaje de Kang-sheng pasa de ser hijo a padre) y tenían un espacio mucho más extenso que les facilitaba ignorarse casi por completo; mientras que aquí duermen los tres en el mismo colchón. La presencia infantil, por primera vez con trascendencia en la semántica del director asiático, atenúa el grado de excentricidad y añade un enfoque más conmovedor, aunque, por fortuna, el personaje del padre no resulta un manido «padre coraje» en su lucha de superación personal contra los elementos adversos (bebe alcohol con bastante frecuencia y se regodea en su depresión). La citada participación activa infantil propicia que suavice sus habituales jugueteos con los tabús, el pudor y la intimidad. No obstante, el director nacido en Malasia, además de sus habituales jugueteos con los fluidos de la orina, pone toda la carne en el asador de la irreverencia sórdida en una escena, la del beso, intento de asfixia y depredación de la col. Una secuencia, tan marciana como profunda,  de las que perduran en la memoria; casi a la altura de las más pasadas de rosca de El sabor de la sandía, pero sin recurrir al sexo, que por primera vez en su ideario (si obviamos su serie del monje caminante) no hace acto de presencia en el relato. El roce y el ansia sexual, siempre presente en su universo como catalizador de toda la melancolía, es sustituido por la necesidad imperiosa de alimentarse por parte de esta desesperada familia de vagabundos.


Nos encontramos ante la obra con una concepción más radical por la duración de los planos (junto a No quiero dormir solo) y con un enfoque más pesimista y vanguardista (hay pasajes más próximos a la performance artística que al lenguaje cinematográfico convencional) de un cineasta único que siempre ha mirado al futuro de las formas cinematográficas, sin olvidarse del presente y de su esplendoroso pasado (Truffaut, Bresson, Antonioni), aunque en sus últimos trabajos sus situaciones no calen tanto como en la década de los 90 y la primera mitad de los 00. Se echa de menos notoriamente mayor presencia del excéntrico sentido del humor y el marciano lirismo de un autor que , aunque casi lo haya dicho todo en el cine, continúa comprometido con una forma de ver y entender la vida y el medio cinematográfico. El director asiático declaró en Venecia que se siente perdido cuando se enfrenta a la velocidad que la vida moderna nos impone, y que moverse lentamente es una solución para encontrar el camino propio dentro de la confusión. Muy en la línea de lo expuesto en su serie sobre el monje parsimonioso, dos mediometrajes con los que comparte en esta incursión unas intenciones similares a la hora de enfrentar las velocidades de la vida y lo individual con lo colectivo en el bullicio alienante de la gran urbe, siguiendo la misma senda de esculpir y dilatar el tiempo y el espacio de un modo extremo, indagando en la fuerza de la imagen cinematográfica, y obligando al espectador a perderse en esas eternas capturas, a un nivel similar al de los personajes de la película, quienes quedan exhaustos por un mural colocado en la pared del cuchitril que tienen como vivienda; utilizado por los personajes como oasis para huir de su enclaustramiento psicológico.


Los personajes de la película son los más solemnes y pétreos de su filmografía. De nuevo presentados como almas en pena sin rumbo, buscando en vano la conexión humana en un futuro desolador que cada vez se asemeja más al presente. Unos seres que han enmudecido por las circunstancias y se sustentan principalmente en la rutina de las labores cotidianas. Lee Kang-sheng, en el rol del eterno Hsiao-kang (el Antoine Doinel particular de director asiático) siempre ha destacado por otorgar una angustia psicológica muy tenaz a sus interpretaciones, pero aquí alcanza sus mayores cotas gracias al acercamiento de la cámara (poco habitual en su director) hacia el rostro y los ojos vidriosos de su discípulo durante planos estáticos con un ritmo deliberadamente pausado, con una congelación de las imágenes aun más incendiaria de lo frecuente en el taiwanés.


Formalmente, a pesar de ser su primer largometraje rodado con una cámara digital (un detalle que enfatiza con mimo y se recrea en la textura de los rostros más delicados en los primeros planos) se trata de la incursión más estilizada y pictórica, dotada del tradicional y virtuoso sentido del encuadre, siempre con la cámara situada en el lugar perfecto, de un director especializado en el tratamiento simétrico de los espacios y la preponderancia del sonido, aunque por primera vez los entornos naturales cobran vital importancia visual y acústica en su universo urbano. En Stray dogs incide en exteriores claustrofóbicos, apartamentos cochambrosos y grandes carreteras atoradas de tráfico bajo la constante presencia de la lluvia, otra de las compañeras inseparables del director taiwanés, en una ciudad deprimida en la que hasta las viviendas lloran desconsoladamente. La película cuenta con algunas escenas próximas a los diez minutos y una cerca del final que pasará a los anales de la historia del cine por una prolongación deliberadamente desmedida (cercana a los veinte minutos) que, prácticamente, consigue desarmar de contenido a lo expuesto por agotamiento. Una secuencia cargada de dolor, culpa, redención y onirismo, que finaliza con un gesto de impotencia de un personaje que se ve condenado a la soledad más absoluta en el peor escenario posible. Este incómodo e impopular plano, a pesar de su enternecedora belleza provocará inevitablemente los bostezos y los bufidos de impaciencia y sopor de los espectadores más despistados con las constantes de Ming-liang, que no hayan abandonado la experiencia antes de tiempo.


Ming-liang, a pesar de su transgresora cadencia y su apología de la parsimonia, siempre consigue acompañar a sus obras de la emoción suficiente para mantener el interés en la audiencia (como mínimo en sus seguidores y en los amantes del cine silencioso que se cuece a fuego lento) incitando a que se cuestione aspectos de su propia existencia sin ninguna intención de reconfortarlos, ni de ser utilizado como un mero pasatiempos, si obviamos los intervalos cómicos irreverentes y los números musicales de obras anteriores que servían para mostrar los anhelos de los personajes; aquí representados levemente por una canción triste, sin afán de pertenecer a otra realidad, entonada a modo de lamentación desesperada y asimilación de la cruda realidad por parte de su protagonista; y la citada vía de escape del mural en blanco y negro ligeramente azulado de un paisaje que representa una extensión del suelo del tugurio donde viven con un bosque sobre un lago dominado por las rocas. Parece como si el director de The hole hubiese querido echar un pulso por todo lo alto al gran Béla Tarr y su El caballo de Turín (otro proyecto con inevitable y melancólico aroma de despedida) en desprenderse de cualquier atisbo de narrativa, exponiendo un lenguaje visual que se acerca a la pureza, plagado de imágenes desnudas que perduran en la memoria, con una inusitada belleza plástica gracias a las inconfundibles combinaciones coloristas de un autor libre que afirma que no puede hacer películas para el sistema porque limitan su creatividad. Es de agradecer que el arriesgado y polémico autor taiwanés siga teniendo el arrojo de atentar contra la dictadura de la narración convencional en un medio tan poco dado a la experimentación y a la contemplación serena. Esperemos que su anuncio de retirada, como el del director de Armonías de Werckmeister, sea solo un enfado pasajero con el mercantilismo más chusquero que, por desgracia, domina implacablemente este medio que tanto nos apasiona. 


NOTA: 7,5/10


viernes, 3 de enero de 2014

Walker (Tsai Ming-liang, 2012)


Antes de realizar Stray Dogs, el último largometraje de Tsai Ming-liang que según sus propias palabras supone su despedida del cine, y después de unos años de silencio tras realizar Visage (filme que tenía todas sus constantes, pero dejaba una pequeña sensación de aburguesamiento en su proceder pese a su sentido homenaje a la Nouvelle Vague francesa); realizó un cortometraje bañado en una delicada meditación religiosa para examinar el pasado y el presente de Hong Kong a través de un silencioso monje. Un trabajo que se encuentra englobado dentro de la película episódica Beautiful. Tsai Ming-liang es uno de los miembros destacados de la Nueva ola taiwanesa junto a Hou Hsiao-hsien y y Edward Yang. Un autor cuyo lenguaje cinematográfico tiene un sello totalmente personal e insobornable que nunca renuncia a su intransferible visión de la vida, aunque en esta ocasión desarrolla un cortometraje muy diferente al resto de su obra.  



Lee Kang-sheng, el actor fetiche de Tsai (que también ha hecho sus pinitos como director con un estilo muy parecido al de su mentor), encarna a un monje budista vestido de rojo que camina a una velocidad incomprensiblemente lenta (sin alteraciones hechas con ordenador en el movimiento casi imperceptible del cuerpo del protagonista) y con el cuerpo exageradamente encorvado, con la cabeza agachada, descalzo y sosteniendo un trozo de pan en una mano y una bolsa de plástico en la otra. Seremos testigos de su trayecto ralentizado (su ritmo no pasa del paso por minuto) por las bulliciosas y abarrotadas calles de Hong Kong. La multitud se congrega alrededor del personaje para tratar de comprender sus exasperantes movimientos, pero el religioso ni se inmuta y sigue a la suya.



El momento más destacado se produce cuando llega a la mitad de una calle muy transitada, frente a un anuncio con el actor hongkonés Andy Lau en el fondo y el sonido ambiente ensordecedor en el fragor de una de esas noches movidas de Hong Kong, donde parece reprochar a la publicidad el uso de los modelos perfectos y falsos que crea para vendernos un producto a toda costa. La obra, pese a provocar inevitablemente esbozar una sonrisa constante por la irreverente velocidad del monje, tiene un tono serio si exceptuamos el cachondo epílogo final en el cual hace gala del sentido del humor estrafalario tan peculiar de Ming-liang, y extrañamente nos ofrece un desenlace (aspecto casi nunca visto en su filmografía, caracterizada por no cerrar nunca sus historias) con las hamburguesas del tío Sam como protagonistas, al son de una canción pop china que hace apología de la riqueza y el consumismo capitalista.


El director taiwanés de origen malayo enfrenta la urbanidad con la religiosidad budista en una divertida pugna entre la paranoia y la ansiedad predominante en las grandes urbes con el irreverente andar de este extraño personaje, transformando el sentimiento de alienación y vacío existencial provocado por la vida estresante en constante movimiento de las grandes urbes en una  analogía sobre la búsqueda espiritual, en la cual nos recuerda lo ridícula e innecesaria que es la velocidad a la que se mueve la gran ciudad. Walker está compuesto escasamente de unos 15 planos de una belleza visual muy potente en los que destaca la saturación de colores, la iluminación nocturna, las calles abarrotadas de gente, y la contaminación acústica tan común en Hong Kong. El director taiwanés logra mantenernos atentos durante los 27 minutos del paseo ralentizado del monje apoyado en la sencillez habitual de su lenguaje cinematográfico.


Walker nos muestra a un Tsai con el ritmo pausado y la ausencia de diálogos tan característicos en su marciano universo, pero despojado de sus elementos más excéntricos (salvo en el citado momento hamburguesa) que tanto irritan a sus numerosos detractores. Esta vez, por desgracia, no hay sandías obscenas, gente lidiando una dura batalla contra las goteras, relojeros realizando actos lascivos con relojes de pared en el lavabo de un cine, números musicales protagonizados por penes, masturbaciones con objetos religiosos, espectadoras comiendo pipas compulsivamente en el cine, micciones en artefactos variopintos, ni piernas y brazos que busquen amor a través de una grieta en el techo. Tampoco podremos observar uno de los mayores talentos del director taiwanés: la capacidad para tratar los espacios cerrados colocando la cámara desde diferentes perspectivas para lograr una visión geométrica mucho más amplia y sugestiva. En lo que sí coincide respecto a su filmografía anterior es en el misticismo de su protagonista, que remite al de sus personajes presentados como almas en pena deprimidas, y en mostrar los exteriores (auténticos protagonistas del cortometraje junto al monje) igual de ruidosos que siempre, muy al estilo de los usados en su amada Nouvelle Vague francesa por Godard, Rivette, Truffaut y compañía, con el sonido de los vehículos siempre amplificado al máximo. Un experimento muy curioso.

NOTA: 7/10


viernes, 15 de noviembre de 2013

The River (Tsai Ming-liang, 1997)


Para entrar en el universo marciano que propone en sus películas Tsai Ming-liang (uno de los autores más representativos de la llamada Nueva Ola del cine taiwanés junto a Hou Hsiao-hsien y Edward Yang) es necesaria cierta predisposición. El taiwanés de origen malayo pone a prueba la paciencia del espectador con eternos planos secuencia alargados hasta la exasperación, con unos encuadres distantes e inmóviles, una gran capacidad para tratar los espacios cerrados colocando la cámara desde diferentes perspectivas para lograr una visión geométrica más amplia y sugestiva, diálogos que brillan por su ausencia, y situaciones de lo más excéntricas. Los temas principales que acostumbra a tratar son la soledad, el vacío existencial de la sociedad moderna, la incomunicación, la indiferencia, la depresión, la nostalgia, y la ausencia de emociones.Temas universales que traspasan las barreras culturales con una cercanía y naturalidad abrumadoras. Un autor que en Venecia anunció que la reciente Stray dogs sería su última incursión cinematográfica (tal y como hizo hace poco Béla Tarr tras rodar El caballo de Turín). Malos tiempos para los retratistas del tedio.


En The River un joven vaga sin rumbo fijo por las calles de Taipei y se encuentra casualmente con una antigua amiga que le invita al rodaje de una película. La directora del filme le propone hacer el papel de un muerto flotando en un río para sustituir a un maniquí en el papel de cadáver flotante que no resultaba nada convincente. A partir de este baño en aguas no muy recomendables, nuestro protagonista empieza a sufrir unos dolores intensos en el cuello que le dejan maltrecho durante toda la narración. Le llevan al hospital e, incluso, recurren a un ritual religioso para intentar sanar el dolor. El joven veinteañero vive con sus padres, pero su relación no parece pasar por un buen momento y la comunicación familiar brilla por su ausencia. Su madre, que debe rondar la cincuentena, trabaja como ascensorista y tiene un amante que se encarga de la distribución de videos porno. El padre, jubilado, además de luchas infructuosas contra la filtración del agua en su casa, es aficionado a las saunas gays en sus ratos libres. 


Los personajes de The River (como los de todas y cada una de las películas de Tsai Ming-liang) son individuos fantasmagóricos y silenciosos cuyo sufrimiento y placer parecen ser básicamente las motivaciones que los empujan a reaccionar. El sexo se convierte en una necesidad dolorosa en la cual se mezclan el fervor por saciar el apetito sexual y la necesidad de sosegar el sufrimiento existencial de estos alienados personajes. Unos seres repletos de represiones y depravaciones que resultan próximas porque hasta el más mojigato de los seres humanos tiene ese tipo de pensamientos en momentos de debilidad.


En The River nos recalca la decadencia de la comunicación humana, la familia y las relaciones amorosas en las grandes ciudades mediante la ausencia de una narración definida que se recrea en los actos cotidianos, y la escasa presencia de diálogos. El arrojo de sus personajes se expresa en situaciones tan intrascendentes como levantarse, relacionarse y sobreponerse a un dolor de cervicales, a través de situaciones que se suelen obviar en el cine convencional: gente orinando, masturbándose y luchas surrealistas contra el agua que se filtra por las goteras.


La ausencia de números musicales le otorga un tono más serio y menos bizarro que en el resto de su filmografía. En The Hole y El Sabor de la Sandía (sus obras con más repercusión junto a ¿Qué hora es?) usaba esos momentos para mostrar el contraste del mundo real con los sueños y anhelos de sus atormentados personajes. También hay lugar para algún momento impactante de los que dejan huella, como el de la escena a oscuras en la sauna entre padre e hijo sin reconocerse. Sin embargo, hay extraños momentos cómicos como las secuencias en las que el padre sujeta la cabeza de su hijo para que no se le tuerza mientras se dirigen en moto al hospital para tratar el dolor cervical de éste, o los artilugios que se fabrica el progenitor para combatir contra las goteras (otra de las habituales en el cine del taiwanés).


La película está atorada de símbolos metafóricos: la extraña enfermedad del joven nos parece recordar lo viciada que está esa familia y la sociedad en general; y los fluidos que chorrean tienen una clara simbología sexual. Hay que recodar que la cultura china considera el agua como símbolo de caos. En The River está presente en todo momento; no obstante, aparece lejos de ser un elemento idílico, siendo mostrado siempre como un generador de conflicto, desde el título que hace referencia al río contaminado, pasando por los problemas con las goteras debido a la persistente lluvia habitual de Taipei, o el molesto sonido que provoca la orina en las numerosas escenas en las que hace aparición.


Formalmente, a pesar de la clara autoría de su estilo, se percibe que es su tercer filme porque todavía no maneja el uso de los espacios con unas perspectivas geométricas tan virtuosas como mostraría posteriormente, aunque hay un claro avance en la puesta en escena respecto a sus dos primeros trabajos. Ming-liang se nutre de un reducido grupo de actores con los que repite en cada película, con una capacidad especial para sacar lo mejor de ellos. Su alter ego en pantalla desde su debut es Lee Kang Sheng. Ambos se encontraron casualmente hace años en un local de videojuegos y el director se quedó fascinado por sus lentos movimientos que transmiten una gran sensación de realidad. Desde ese momento ha participado en todos sus filmes (la mayoría de ellos como protagonista principal) e incluso ha hecho sus pinitos como director de cine con un estilo muy similar al de su mentor. Su rostro inexpresivo y de triste mirada es el acompañante perfecto para el excéntrico, arriesgado y transgresor cine del director de El sabor de la sandía.


La influencia más clara que se percibe en el cine de Tsai Ming-liang viene de la mano de Antonioni por el desarraigo de sus protagonistas frente a una sociedad apática y deshumanizada. Otra de sus inspiraciones es Bresson por su austeridad formal, su falta de juicios morales y sus fantasmagóricos personajes que deambulan en pantalla como si fuesen almas en pena. También se le suele comparar con Tarkovski por sus largas tomas, el ritmo pausado de la narración, y muy especialmente por la fascinación por el agua, aunque sea tratada con un enfoque completamente distinto. Ming-liang siempre ha declarado una absoluta devoción por Truffaut, pero no termino de verla claramente en su puesta en escena más allá de sus homenajes puntuales en alguna de sus obras. Y cómo no, el cine cómico mudo, y muy especialmente el de Buster Keaton por la inexpresividad de los rostros de los personajes mientras llevan a cabo acciones muy cómicas. Más allá de estas anecdóticas coincidencias, su lenguaje cinematográfico tiene un sello totalmente personal e incorruptible, que nunca se aparta de la inconfundible visión que tiene del mundo, logrando diferenciar cualquiera de sus películas con el trabajo de otro autor contemporáneo. Un autor a reivindicar.


NOTA: 8,5/10