Leos Carax es uno de los cineastas más controvertidos y poco prolíficos del panorama cinematográfico en las tres últimas décadas (ha completado sólo cinco largometrajes en 28 años). La exuberancia visual de sus dos primeros trabajos, la cinta que nos ocupa y Mala sangre, desapareció por completo en la que sería su obra más lograda: Los amantes del Pont-Neuf, filme que posee uno de los arranques más brutales y sucios de la historia del cine (con ese centro de indigentes que hace tanto daño a la vista y al corazón), pero que también contiene una bella y extraña poesía, logrando una de las historias de amor más originales y transgresoras que se recuerdan. Pese a que Carax siempre había coqueteado con el cine experimental y el surrealismo, su obra se movía dentro de una estructura más o menos convencional, salvo en la tan caótica como hipnótica Pola X (el único trabajo de Carax donde no aparece en el reparto Denis Lavant, su alter ego en pantalla), la última incursión en el largometraje (participó en ese periodo con un mediometraje en la atractiva película episódica Tokyo!, junto a Gondry y Joon-ho) del francés en los últimos 13 años hasta la reciente Holy Motors, la más experimental y marciana de todas sus películas.
París ha sido escenario de gran cantidad de películas, pero pocas veces ha sido retratada de una forma tan inusual y original como en el primer trabajo como director de Leos Carax, un cineasta con una mirada arriesgada, diferente, radical y valiente, que no suele dejar indiferente a la audiencia. El francés escribió Chico conoce chica, una sugerente declaración de amor a la «Nouvelle Vague» francesa, con sólo 22 años, y la dirigió con 24 años. Esta precocidad y pasión por el cine le viene de lejos, a los 17 años ya colaboraba como crítico cinematográfico en diversos diarios y publicaciones, de las cuales destaca su participación (con sólo 20 años) en la prestigiosa publicación francesa Cahiers du Cinéma. La película supuso un auténtico soplo de aire fresco en el panorama cinematográfico del momento y recibió el aplauso casi unánime de la crítica internacional.
Destaca la bella forma en que se nos presenta el recurso de la voz en off para dar a conocer las reflexiones, las ansiedades, los deseos amorosos, los desencuentros emocionales que se apoderan de la pantalla a través de un ambiente parisino siempre nocturno repleto de coincidencias irreverentes. La penetrante oscuridad y el minimalismo de los paisajes ayudan a construir una profundidad emocional en estos personajes tan repletos de melancolía, que se encuentran al borde de la depresión, tratados por Carax con una voluntaria frialdad, a través de unas secuencias enigmáticas que siempre deslumbran con un enfoque tan trascendental como divertido. La película transcurre sin prisas, a un ritmo pausado y sosegado, mezclando el caracter transgresor e incendiario de los primeros films de Godard, con la búsqueda de la identidad de Bresson, y el aspecto visual del Expresionismo Alemán, añadiéndoles constantes elementos de comedia con tintes absurdos. La fotografía prodigiosa en blanco y negro de Jean-Yves Escoffier (con un uso talentoso de la luz y el encuadre de las imágenes, en las que los fundidos en negro cobran especial protagonismo), la utilización de la música y de los silencios, la estética pop, y la unión de diferentes géneros cinematográficos, constituyen una obra sombría preciosa que hace gala de una inventiva visual exuberante y una atmósfera deprimente, con una violencia oscura en el ambiente, y un desencanto absoluto hacia la sociedad por parte de los personajes. Un cine en el que las formas se anteponen al fondo, exhibido de un modo disperso, que provoca que el espectador tenga que poner de su parte para cubrir los flecos y darle sentido a la narración.
Carax hace gala del descaro, no exento de la indolencia de un chaval que se pone a escribir y dirigir películas a tan precoz edad, aunque es evidente que todavía no había pulido su estilo y juega demasiado con las referencias cinematográficas, como si no las hubiese absorbido o asimilado totalmente. Una película que si hubiese sido desarrollada por otro autor, probablemente no hubiese llegado a buen puerto, pero que gracias al temperamento excéntrico de su autor consigue que tenga una personalidad propia a pesar de la multitud de homenajes al cine presentes. En Mala Sangre, su siguiente trabajo, se seguían percibiendo esas influencias, pero daba muestras de tener un estilo propio más desarrollado. El director francés inicia su debut en el cine con varias escenas deliberadamente abstractas que no cogen forma hasta bien avanzada la trama, en la escena del encuentro entre la pareja protagonista en la cocina de la fiesta, presentada como si fuese una especie de refugio donde van a parar las almas perdidas de unos personajes «fellinianos» de lo más variopintos. Hay otros momentos muy absurdos, marca de la casa, que permanecen en la memoria, como la escena en la que tras robar unos discos y salir pitando, Alex vuelve sobre sus pasos y pasa delante de la tienda ante la atenta mirada del tendero, que se queda impasible sin decir nada. O cuando le comenta a su nueva amada que es director de cine, pero que de momento sólo inventa títulos para las películas que planea hacer. O Aquella en la que se escucha a una pareja comentar los detalles para mejorar los resultados de una felación. Chico conoce chica está plagada de este tipo de situaciones constantemente, colocadas casi siempre de manera aleatoria para que la narración desprenda mayor desconcierto.
En Boy meets girl Carax centra la mirada de la cámara hacia su pareja protagonista haciendo hincapié en el semblante pálido con ojos tristes de una estupenda Mireille Perrier, que luce un corte de pelo inspirado claramente en la protagonista de La pasión de Juana de Arco de Dreyer (especialmente cuando se pone la capucha) y en la Jean Seberg de Al final de la escapada de Godard, que contrasta con la oscuridad nocturna permanente de la cinta, provocando una luminosidad muy marcada. Denis Lavant siempre tuvo cierto aspecto de joven envejecido prematuramente; aquí, más joven que nunca, tiene el semblante perfecto para llevar a cabo las marcianadas del director francés. Curiosamente, esta es la colaboración entre ambos en la que se aprovecha menos de las dotes acrobáticas y circenses de Denis Lavant. Existe un parecido físico más que evidente entre director y actor, que ayuda a generar esa sensación autobiográfica que transmite cada vez que Carax nos muestra a Alex (el nombre de todos los personajes de Lavant en la filmografía de Carax excepto en Holy Motors) en un film. Hay que recordar que Leos Carax es un anagrama de Alex Oscar, los verdaderos nombres del director francés, y que en su reciente y transgresor film el protagonista se llama Oscar.
Se le puede discutir al joven Carax la exagerada sensación de «revival» del cine de arte y ensayo europeo que está presente en todo momento en su primer trabajo, pero pocos cineastas (por no decir ninguno) con esa edad han sido capaces de idear y llevar a cabo una obra tan ambiciosa de manera tan brillante.
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