Antes de nada, debo decir que gran parte del encanto de esta joya del cine japonés y universal reside en enfrentarse a ella sin conocer ningún detalle de la trama. No obstante, siento tanta pasión por la película que me veo obligado a escribir unas líneas para aportar mi modesta visión, y de paso para que la conozcan los más despistados; aunque estas palabras, posiblemente, no hagan justicia a una experiencia tan cautivadora y opresiva.
Hiroshi Teshigahara, incomprensiblemente, es uno de los nombres del cine japonés de mediados del siglo pasado con menor repercusión mediática en occidente. Su primer largometraje, The Pitfall (Otoshiana), una divertida historia de fantasmas con alto contenido social, rodada en 1962, fue el inicio de su colaboración con el novelista japonés Kōbō Abe, con quien realizó cuatro películas, todas maravillosas, con otros tantos guiones del propio escritor; entre las que destacan la cinta que nos ocupa, y su siguiente colaboración, la inquietante El Rostro ajeno, merecedora de otra reseña en el futuro.
Teshigahara, en esta esplendorosa época creativa cinematográfica que culminó con El hombre sin mapa, compaginó su pasión por el cine con la escultura, la pintura y el arte floral japonés. Posteriormente, tras realizar Summer soldiers a principios de los setenta, fue abandonando el cine de ficción concentrándose en miniseries de televisión y documentales, entre los que destaca Antonio Gaudí, un trabajo que puso de moda la figura del arquitecto catalán en Japón. Gaudí era un personaje a quien el director japonés admiraba desde sus inicios y ponía como ejemplo de creador que supera las barreras entre los diferentes campos artísticos, tal y como pretendía hacer Teshigahara. A finales de los ochenta y principios de los noventa dirigió Rikyu y Basara, de las que solo he tenido el placer de ver la 1ª; una obra que cuenta con un estilo alejado al de su unión con Abe y se podría agrupar dentro del cine de corte historicista sobre el japón Feudal tan común en su país, aunque también posee muchas virtudes cinematográficas. En la década de los noventa centró toda su energía en el arte floral ejerciendo el rol de director de la Escuela de Ikebana de Sogetsu hasta su muerte en el año 2001.
Hiroshi Teshigahara, incomprensiblemente, es uno de los nombres del cine japonés de mediados del siglo pasado con menor repercusión mediática en occidente. Su primer largometraje, The Pitfall (Otoshiana), una divertida historia de fantasmas con alto contenido social, rodada en 1962, fue el inicio de su colaboración con el novelista japonés Kōbō Abe, con quien realizó cuatro películas, todas maravillosas, con otros tantos guiones del propio escritor; entre las que destacan la cinta que nos ocupa, y su siguiente colaboración, la inquietante El Rostro ajeno, merecedora de otra reseña en el futuro.
Teshigahara, en esta esplendorosa época creativa cinematográfica que culminó con El hombre sin mapa, compaginó su pasión por el cine con la escultura, la pintura y el arte floral japonés. Posteriormente, tras realizar Summer soldiers a principios de los setenta, fue abandonando el cine de ficción concentrándose en miniseries de televisión y documentales, entre los que destaca Antonio Gaudí, un trabajo que puso de moda la figura del arquitecto catalán en Japón. Gaudí era un personaje a quien el director japonés admiraba desde sus inicios y ponía como ejemplo de creador que supera las barreras entre los diferentes campos artísticos, tal y como pretendía hacer Teshigahara. A finales de los ochenta y principios de los noventa dirigió Rikyu y Basara, de las que solo he tenido el placer de ver la 1ª; una obra que cuenta con un estilo alejado al de su unión con Abe y se podría agrupar dentro del cine de corte historicista sobre el japón Feudal tan común en su país, aunque también posee muchas virtudes cinematográficas. En la década de los noventa centró toda su energía en el arte floral ejerciendo el rol de director de la Escuela de Ikebana de Sogetsu hasta su muerte en el año 2001.
La mujer de la arena arranca con un profesor de escuela que se dedica en sus ratos libres a la entomología. El maestro acude a un desierto con la esperanza de encontrar un tipo de escarabajo inédito entre la gran llanura arenosa junto al mar. Tras ser interrogado por un aldeano que le pregunta inquieto si es un inspector del gobierno, se queda dormido en la zona y pierde el autobús de regreso a Tokio. Los habitantes del pueblo le recomiendan que pase la noche en una chabola, propiedad de una joven viuda que vive sola, situada en el interior de un foso muy profundo acuciado por tormentas arenosas. El entomólogo accede a través de una escalera de cuerda y disfruta de la hospitalidad de la mujer, aunque observa intrigado como ésta recibe unas herramientas para un ayudante que no se encuentra ahí con el fin de obtener cubos de arena. A la mañana siguiente, cuando se dispone a abandonar el lugar observa estupefacto que ha sido retirada la escalera de cuerda que le habían puesto para descender y toma conciencia de que está atrapado como si fuese un esclavo, y se verá condenado a ayudar a la solitaria mujer a cambio de raciones de comida, agua, tabaco y algún pequeño lujo puntual.
Destaca la química existente entre la pareja de carismáticos protagonistas interpretados de manera brillante por Eiji Okada y Kyôko Kishida. Ambos generan tanta empatía como rechazo. Ella por su egoísmo despiadado y él por su agrio carácter. Sin embargo, consiguen que nos pongamos en la situación personal de cada uno. La simpática y extraña mujer tiene un fuerte arraigo hacia ese inmundo lugar que le ha tocado como vivienda y no se plantea abandonar el hoyo ni para estirar las piernas, aunque el lugar le traiga funestos recuerdos familiares. Sin embargo, no parece preocupada por interferir de manera tan notoria en la vida del profesor, y muestra indiferencia ante el hecho de que la arena salina recogida sea utilizada clandestinamente por la comunidad secuestradora como cemento, aun a sabiendas de las implicaciones nefastas que puedan traer a terceros. Por otro lado, el profesor se caracteriza inicialmente por su crueldad con la pobre mujer, y su tesón por demostrar que siempre lleva razón cuando dialoga con ella, tratándola como si fuese una idiota mientras se ríe cuando ésta le comenta los efectos nocivos de la arena humedecida sobre los objetos de la casa, al principio de la narración. Sin embargo, lleva a cabo una clara simbiosis en su nuevo camino tortuoso que, finalmente, le ayudará a encontrar la libertad interior cuando percibe que la clave para otorgarle sentido a su desdichada existencia estriba en encontrar un propósito, aunque sea en estado de cautiverio.
Uno de los puntos fuertes de la gran perla de Teshigahara es la excitante sensualidad y erotismo que desprende esta anómala relación presentando los cuerpos sudorosos cubiertos por la omnipresente arena. Su apasionado affaire, meramente sexual a pesar de dedicarse algunas caricias cariñosas mientras se limpian mutuamente la arena, se convierte en un trance devastador próximo al sado-masoquismo, que parece utilizado simplemente como una reacción contra el tedio del cautiverio y la recogida de arena, y tiene como momento culminante la escena más psicodélica y desconcertante del filme con la aparición de los miembros de la comunidad ataviados con unas máscaras siniestras al son de una percusión agobiante, mientras esperan que la pareja esclavizada atienda a su irreverente demanda de copular en público. Un erotismo que sorprende por tratarse de un filme de 1964, aunque no sea demasiado explícito visto en la actualidad. Además de los tímidos desnudos, Teshigahara dota de mayor carga erótica a la narración presentando símbolos en lugares recónditos con algunos objetos y con las formas de la duna que remiten claramente a los órganos sexuales.
La principal baza de La mujer de la arena es la impactante atmósfera opresiva, onírica, y claustrofóbica, cargada de un extraño lirismo no exento de ironía despiadada hacia ciertos comportamientos del ser humano. La cinta cuenta con un aspecto de pesadilla kafkiana gracias a la constante y agobiante presencia de una arena que mantiene la humedad y carcome los travesaños del techo de la cabaña que la pareja protagonista tiene como vivienda. De todos modos, el director japonés no renuncia a mostrar la belleza del entorno, aunque la arena sea siempre expuesta como un insuperable ente maligno que arrasa con todo. Sus arrebatadoras imágenes están acompañadas de la Banda Sonora del músico vanguardista Toru Takemitsu, fiel acompañante de Teshigahara y Abe en las cuatro colaboraciones entre ambos, que también participó junto al cineasta nipón en alguno de sus cortometrajes, y fue el compositor de la banda sonora de Ran, uno de los filmes más prestigiosos del también japonés Akira Kurosawa. Aquí, como casi siempre, se centra en sonidos de cuerda y percusión plenamente disonantes que ejercen un efecto inquietante, y otorgan, si cabe, mayor personalidad transgresora a la narración.
Su brillante puesta en escena está amparada en planos largos acompañados del ritmo pausado tan característico del cine nipón y asiático. Teshigahara muestra una fijación casi enfermiza por el detalle con el uso de primeros planos que hacen gala de unas texturas magistrales, en los cuales se acentúa la presencia de la arena (la auténtica protagonista de la película) en la piel de los personajes, bajo el blanco y negro portentoso propiciado por la fotografía de Hiroshi Segawa que consigue plasmar una galería de imágenes con una fuerza estética arrebatadora. La citada puesta en escena da la sensación de ser más deudora del cine europeo de corte más innovador e intelectual que del propio cine asiático, si obviamos ese interés por plantear cuestiones vitales mediante la simbología. Hay elementos estéticos y sonoros con claras reminiscencias de El año pasado en Marienbad de Alain Resnais, El cuchillo en el agua de Roman Polanski y París nos pertenece de Jacques Rivette, tres de los filmes europeos más absorbentes y originales de principios de los sesenta.
Todos los temas de La mujer de la arena (Suna no onna) están tratados con tal poder de sugestión y de un modo tan ambiguo que pueden dar lugar a múltiples interpretaciones, propiciando que cada espectador desarrolle sus propias percepciones con pleno fundamento. Unos asuntos que consiguen perdurar en la memoria al mismo nivel que su prodigiosa atmósfera, deparando una de las experiencias cinematográficas más absorbentes, hipnóticas, y desconcertantes que se han visto en una pantalla de cine; que además se mantiene plenamente vigente cincuenta años después. La cinta ganó el Premio Especial del Jurado en Cannes y fue nominada a la mejor película extranjera en los Oscar contra todo pronóstico, ya que su perfil conceptual e innovador no encaja en absoluto con unos premios que nunca se han caracterizado por valorar este tipo de propuestas como merecen. A día de hoy, mi película favorita.
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