Como ya me extendí sobre la filmografía y las influencias de Paul Thomas Anderson en la introducción de la reseña de Sidney (Hard eight), aquí seré breve para no repetir conceptos. El norteamericano se presenta como el principal talento cinematográfico de su generación (Boogie nights, Magnolia, Punch-Drunk love y Pozos de ambición así lo confirman). De perfil autodidacta, ya que aprendió el oficio leyendo libros sobre técnica y viendo películas, siente un amor absoluto hacia sus proyectos y realiza sus trabajos con auténtica devoción y pasión (nunca olvidaré un reportaje sobre el rodaje de Magnolia en el que mostraba una cara de iluminado entrañable mientras desarrollaba su labor) con un amplio conocimiento de los fundamentos del cine, y midiendo muy bien sus pasos (entre la anterior cinta y la que nos ocupa tardó cinco años). El director angelino ha demostrado con creces que se puede transgredir el anquilosado cine de los grandes estudios sacando partido de los amplios medios que sólo la industria hollywoodiense puede administrar. Su personal universo siempre ha incidido en analizar el comportamiento humano irreverente, acompañado siempre de unos personajes a quienes trata con una mezcla de análisis certero y empatía, no exenta de burla, caracterizados por tomar casi siempre la peor y la más absurda de las soluciones (un detalle que los hace todavía más entrañables). Una de sus grandes bazas es que añade un estupendo sentido del humor a su acertado análisis trascendente del ser humano, siendo capaz de sacar una sonrisa en las situaciones más tensas, como sucedía en la brutal escena del chino con los petardos en casa de un traficante de drogas en Boogie Nights.
The master arranca con Freddie, un destilador de un dudoso licor casero al cual le añade medicinas, mujeriego y alcohólico, expuesto como un ser errante en constante huida, necesitado de un guía que le marque el camino a seguir en su intento de reintegración en la sociedad después de participar en la Segunda Guerra Mundial. Un individuo que sufre de trastorno de estrés post-traumático, y con una tendencia desmesurada a tener arrebatos de violencia. Una noche, después de una borrachera antológica irá a parar a un crucero de lujo comandado por Dodd, el líder de un grupo conocido como «La causa», quien se describe a sí mismo como «un escritor, un médico, un físico nuclear y un filósofo teórico». Dodd es un personaje que se vuelve popular en los años cincuenta gracias a discutibles métodos para salvar a las almas perdidas, entre ellos la hipnosis y la regresión. Este iluminado ser cree en la transfiguración de las almas y en los viajes en el tiempo como medida para solucionar los problemas del presente (incluso las enfermedades graves). Da la sensación de que su filosofía no es más que un sistema rápido para conseguir dinero, aunque sus seguidores le veneran y le toman muy en serio. Su alcohólico nuevo súbdito está dispuesto a hacer lo que le proponga Dodd y realiza voluntariamente todos los extraños ritos a los que es sometido, aunque sus motivaciones no están nada claras. Sin embargo, a medida que la fe comienza a ganar fervientes seguidores, el encorvado Freddie empezará a cuestionar el sistema de creencias que ha adoptado, así como a su propio instructor.
Durante la primera media hora de la película observamos a Freddie en los años antes de encontrarse con Dodd, narrada de forma magistral; tan absorbente, y con un tono humorístico tan peculiar como la introducción de Pozos de ambición, su anterior trabajo en el que la religión y el capitalismo fueron diseccionados, con el que comparte varias similitudes tratadas desde un diferente punto de vista. Un inicio que brilla casi a la altura de una de las mejores introducciones que se recuerdan en una pantalla de cine, la de su «Altmaniana» Magnolia. Queda claro que el filme de Anderson no es un biopic al uso de L. Ron Hubbard, el creador de la Iglesia de la Cienciología, pero también es evidente que el personaje de Lancaster Dodd tiene una notoria relación con el fundador de la dudosa y conocida secta, que acoge entre otros a Tom Cruise y John Travolta. Sin embargo, pese a disparar sus balas contra estas actividades, Anderson no se centra por completo en cuestionar la necesidad de líderes o incluso creencias. En ningún momento quedan claras las intenciones de Dodd respecto a si realmente él mismo se cree lo que está diciendo. Por el contrario, tiene más interés en exponer el daño emocional que provocamos para calmar la soledad, que se presenta como un tema mucho más trascendente que la exposición en sí de los males de estos cultos.
Cine en estado puro, The master es un tortuoso, siniestro, retorcido, e irreverente retrato de la América de posguerra, que indaga sobre la naturaleza de la relación entre un maestro y su discípulo (dos individuos con un carácter muy antagónico, diseccionados bajo un esterilizado desapego emocional), condenados a encontrarse y a intentar entenderse a través de una simbiosis basada en la necesidad mutua. La cinta que nos ocupa es, hasta la fecha, el proyecto más ambicioso intelectualmente del angelino, y el menos accesible para el espectador medio. En esta ocasión cuenta con un guión realmente complejo, y un argumento preocupado por hablar del poder, la sumisión, y la necesidad de la fe, independientemente del dogma que los contenga. Si hay algo en lo que destaca por encima de todo la última criatura fílmica de Anderson es en la ambigüedad y confusión con la que se nos presentan los hechos. El director de la inigualable Boogie Nights nos brinda una historia claramente pensada para que cada uno saque sus propias conclusiones, sugiriendo sin apenas dictar sentencias implacables. Simplemente nos introduce en la narración y deja que sean sus personajes quienes hablen por sí mismos sin ofrecer respuestas claras o directrices para interpretar lo que nos expone. El autor no tiene ningún interés en cautivar masivamente a la audiencia, y casi se diría que transita deliberadamente en dirección contraria al espectador menos exigente, de un modo nada complaciente.
La narración cuenta con algunos momentos que pasarán a la posteridad, además de la brillante introducción antes citada, como la escena del primer interrogatorio terapéutico con la bebida casera elaborada por Freddie como protagonista. La secuencia anterior en la que huye despavorido de unos asiáticos que le acusan de envenenar con esa poderosa poción a uno de los suyos. O la escena desconcertante con la moto a toda velocidad en el desierto; por citar sólo cuatro de la multitud de circunstancias apasionantes que depara esta joya. La película (especialmente su segunda mitad) es un jeroglífico de difícil resolución, con enormes saltos en el tiempo y lugar que descolocan notablemente. Unos Flashbacks que nos impiden saber a ciencia cierta en ese momento si son recuerdos o es la propia imaginación del personaje en cuestión, expuestos de un modo tan refinado como chocante, cuyo sentido sólo entenderemos plenamente en la parte final. Anderson acumula gran cantidad de temáticas colocadas dentro de la trama sin un propósito aparente a simple vista. Todo ello provoca la necesidad de volver a visitarla de nuevo cuando sea posible y tratar de descubrir todos los fascinantes recovecos oscuros de la película, que los hay en grandes cantidades (la he visto tres veces y en cada visionado me ha aportado algo nuevo).
La capacidad que tiene Paul Thomas Anderson para sacar lo mejor de los actores es otra de sus grandes bazas como autor. Aquí escribió y elaboró el personaje de Freddie teniendo en mente a Joaquin Phoenix desde el principio, quien protagoniza un ejercicio de dolorosa introspección en el que no necesita más de dos palabras para que nos hagamos una idea de lo ido que está este personaje imprevisible, capaz de hacernos sonreír y perturbar al comienzo de la narración hablando de la manera de eliminar las ladillas, fingiendo copular una figura de arena que recrea un cuerpo femenino, o delante de un psiquiatra militar aseverando que todas las imágenes que le enseña son vaginas y penes. Freddie tiene un aspecto físico demacrado, con la boca torcida y cicatrizada, y realiza unos movimientos extravagantes debido a su cuerpo encorvado (al más puro estilo de Torgo de la infame Manos, the hands of fate). Su inmersión total y absoluta en el papel consigue hacernos sentir el dolor dentro de Freddie. Sin duda, se trata de la mejor actuación de Phoenix hasta la fecha, y una de las más arrolladoras que un servidor recuerda en su larga trayectoria como cinéfilo (a la altura de los papeles más inspirados de Robert De Niro con Martin Scorsese en los años 70). El hermano de River Phoenix siempre me había parecido un actor potente que no elegía bien las películas, y necesitaba toparse con un autor del calado de Anderson, y tras esta exhibición ha vuelto a demostrar que continúa en estado de gracia en la reciente Her de Spike Jonze.
La ecléctica interpretación de Phoenix en The master, con un personaje que se comporta la mayoría de las veces como un niño violento que transita al margen de la sociedad, se contrapone con la serenidad y el sutil sentido del humor (no exentos de un par de estallidos de furia) que le otorga el tristemente fallecido, y siempre inspirado, Philip Seymour Hoffman (actor habitual en el cine de Anderson, quien con su quinta colaboración por fin conseguía más protagonismo en una obra del angelino) en una de sus últimas grandes actuaciones, en la cual consigue eludir el tópico de impresentable charlatán que suele acompañar a estos estafadores. Va a ser muy duro intentar llenar el hueco que deja su ausencia, pero siempre podremos acudir a su brillante filmografía para calmar nuestra pena. La guinda interpretativa la ponen Amy Adams y la «lynchiana» Laura Dern, quienes también brillan con intensidad, aunque sus papeles tengan menor relevancia. La primera cuenta con algunos monólogos muy potentes en el rol de la esposa del líder espiritual que desconfía del alcohólico inadaptado, mientras que la segunda tiene un papel más secundario como experta de la secta.
La película fue rodada en 70 mm, aunque esa ambición visual no tenga demasiado sentido en estos momentos por la pequeña cantidad de salas que son capaces de soportar es formato. Se trata de uno de los dos únicos largometrajes que se han filmado en los citados 70 mm en la última década (el otro es Samsara, la última perla audiovisual de Ron Fricke, que también cuenta con una reseña en este blog). Para acompañar musicalmente a estas portentosas imágenes, Paul Thomas Anderson eligió de nuevo a Jonny Greenwood, quien aquí sigue las pautas vanguardistas de su partitura en Pozos de Ambición (la sugerente primera colaboración del miembro de Radiohead con Anderson) y acompaña nuevamente a las imágenes de un modo aparentemente contradictorio, disonante y atonal, pero consigue otorgar mayor fuerza a las potentes emociones que se muestran en pantalla, y ayuda a generar más sensación de extrañeza, si cabe; aunque si se quiere disfrutar de esta música fuera de la película la experiencia se torna plenamente desafiante.
Cuesta dilucidar cuál es la obra más redonda de Paul Thomas Anderson, pues nos ha deparado auténticas delicias fílmicas, pero considero que ésta es su incursión más personal ya que la influencia de sus reconocibles ídolos parece plenamente absorbida, como ya había dejado claras muestras en la anterior Pozos de ambición.
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